I. Del Gobierno limitado El gobierno limitado, la doctrina en torno a él, evidentemente es una posición que no puede atribuirse tan siquiera a la modernidad, o al propio liberalismo político que sucede a los regicidios y que se erige en calidad de izquierda radical, primigenia, generadora de la nación política sobre las Monarquías. Así, en consonancia con lo mencionado anteriormente, dice Dalmacio Negro que España, «inmune a la Reforma, al erastianismo y al racionalismo», la tradición del gobierno limitado tuvo especial apego en el aparato doctrinal de la Monarquía hispánica, de modo que la estatalidad y el absolutismo «no llegaron a tener el sentido fuerte del término». (Negro, 1995, p. 129). Es innegable que la estatalidad, como el capitalismo, ha llegado a su auge; es imposible no hablar de Estados y cuando ha de tocarse Estados «pequeños», estos simplemente remiten a naciones como Hong Kong, Puerto Rico, Mónaco, Liechtenstein, Luxemburgo, o incluso Suiza con apenas ocho millones y tantos de habitantes, sin dejar atrás su histórico confederalismo. Pero pensar que esta es la realidad de nuestras naciones, densamente pobladas y con un gran aparataje burocrático, es un error pensar en un Estado menor o mínimo. En general, hasta las naciones más pequeñas han engendrado Estados. Por tanto no cabe a desligarse del término Estado. Esto, sin embargo, no quiere decir que no tengamos que aspirar a una doctrina, o tradición, de gobierno limitado. Los Estados Unidos de América, a pesar de su territorio densamente poblado y de la evolución histórica del poder del gobierno federal, ha mantenido todavía sus instituciones a la hora de controlar el Gobierno y sus potestades pero no por un viraje liberal, racionalista, durante la secesión de las Trece Colonias sino por la cercanía, en todo caso, con las instituciones monárquicas. En ese sentido, dirá Jouvenel (1974) que el Congreso de los Estados Unidos es «el ejemplo más fiel al espíritu original de la institución parlamentaria», habiendo dicho que los Parlamentos, en principio, «no se reunían por la voluntad general del pueblo de limitar los excesos del poder real, sino por el desey del rey de obtener lo que no podía lograr por los medios de que disponía». Dice, pues, que al Parlamento originalmente, en las Monarquías, se convocaba a los representantes «no para hacerles compartir o asumir funciones gubernamentales, sino para que actuaran como mediadores entre el gobierno y el pueblo». De manera que la función de la aristocracia era el control del gobierno. (pp. 34-35). Es inviable una sociedad política que prescinda del Estado, en tanto esa fuerza inexorable de la dialéctica ha engendrado, sea desde la Reforma o la occidentalización de las naciones asiáticas, una sociedad política plenamente estatal. Cada nación se ha ido estatalizando históricamente hasta cimentar ese gran producto técnico, científico. No hay sociedad, pues, que no tenga un poder como este, que se clama neutral y que aglutina todos los elementos de la vida social. Pero aún con esa máquina imparable, es menester hacer todos los esfuerzos, en calidad de ciudadanos, en la defensa de la tradición: la tradición del gobierno limitado. Haríamos honor a Juan de Mariana cuando dice que fuera de hacer la guerra, administrar justicia y nombrar magistrados, la autoridad de la república es mayor a la del príncipe. Sostiene que «el príncipe no puede en manera alguna oponerse a la voluntad del pueblo en lo que atañe a derramar impuestos, menos en lo tocante a derogar leyes y muy menos a mudar las que dicen relación con la manera de suceder a la corona, y en algunas otras cosas que por las costumbres se hayan reservado los pueblos, y en ninguna manera dejadas al arbitrio del príncipe». (Mariana, 1880, p. 168). Así como al príncipe no le compete fijar los medios de sucesión de la corona, tampoco al presidente ni al premier. En este sentido, conocerá la ciudadanía de los asuntos referentes a la elección. El príncipe no puede derogar leyes en su favor, ni así podría hacerlo el presidente o el premier. El poder limitado es, por tanto, una de las reivindicaciones tradicionales por las que debemos optar por mera supervivencia. II. Del derecho a rebelión Cuando el monarca acaparaba el poder, en contra de sus limitaciones políticas, se procuraba de interpretar las leyes a su favor, volcaba el erario público y no oía a su pueblo, estaba en condiciones de generar a un tirano. De rey, pasaba a tirano. La tiranía era, por tanto, el sustituto de la monarquía. En este sentido, la monarquía deja de ser una forma recta y degenera. En principio, el tiranicidio era la respuesta del pueblo a quien era ya aborrecible por todos y no atendía, bajo ningún concepto, a su pueblo y gobernaba para sí, no para el reino. Nuestra civilización hispánica, pero sobre todo católica, contemplaba esta alternativa o excepción a un mal gobierno que se personificaba en un rey que excedía sus poderes. Y como ya hemos dicho, en la histórica España el absolutismo llegó bastante tarde, mientras que lo imperante por siglos fue el poder limitado y uno de los elementos doctrinales que fijaba la limitación del poder era, precisamente, que el rey podía ser asesinado por cualquiera, sin importar el medio siempre que degenerase en tirano. En consonancia con lo anteriormente expresado, dirá Mariana (1880) lo siguiente: «y tengo para mi que el príncipe mismo obraría temerariamente de aceptar un poder por el cual pasan los súbditos de libres a esclavos, y entiendo que habría de degenerar necesariamente en tiranía un gobierno creado para la salud de la república...» (p. 172). Con un espíritu único, Juan de Mariana lo deja claro y dedica, no en balde, dos capítulos a la temática: el VI que se titula ¿Es lícito matar al tirano? y el VII de nombre ¿Es lícito matar con veneno al tirano?. En ambos capítulos, cuyos nombres son preguntas, responde afirmativamente. Sí, es posible matar al tirano y también con alevosía, no importa el método. El derecho a la rebelión, por tanto, está contemplado cuando una forma degenera en algo que merma, digámoslo así, la salud de la res publica. Puede que una de las posturas clásicas sea la del doctor, santo Tomás de Aquino, en tanto consideraba al tirano como aquel que despreciaba el bien común y buscaba el bien privado o personal y, según él, el tirano oprimía mediante el poder y no gobernaba mediante la justicia. (Bartolomeo, Tommaso & Blythe, 1997, pp. 63-64). A diferencia del tirano, el rey es quien gobierna en perfecta comunidad. Curiosamente, en una refluencia casi aristotélica, santo Tomás consideraba a la oligarquía otra forma de gobierno en la que los ricos, unos pocos, oprimen a otros en aras de la riqueza y la democracia cuando todos hacen de tiranía. Es decir, la tiranía de la mayoría. Un gobierno injusto, por tanto, no se erige sobre el bien común. (Bartolomeo, Tommaso & Blythe, 1997, p. 67). Y he aquí, por ejemplo, como antes del surgimiento del Estado moderno, y de su neutralidad política, no había diferencia entre legitimidad y legalidad; pues la ley, en todo caso, tenía que ser legítima. Suele haber debate en torno a santo Tomás y el tiranicidio, si él, por ejemplo, veía grato el tiranicidio. Habría que considerar que más que aprobarlo o no, santo Tomás remitía a la prudencia política. Un punto que nos podría ayudar a determinar la condición del tirano es cuando Tomás de Aquino cita a Salomón, o le prafrasea, sosteniendo que «un gobernante impío sobre un pueblo es como un león rugiente o un oso hambriento». Si el tirano es concebido como una fiera, evidentemente el tirano no razonará. Aunque por motivos obvios, se sobreentienda que lo haga. Pero yéndonos al pensamiento escolástico, puede ser un detalle esclarecedor. El doctor propone, por otro lado, ser prudentes con las consecuencias de la degeneración de rey a tirano; en este sentido, llama a soportar mientras no supere los límites y sea tolerable. Advierte de las consecuencias de provocar al tirano, quien enfurecido podría cargar contra todo el pueblo de ser posible. Y en una dosis de realismo político, nos advierte sobre los que apoyan para derrocar al tirano; pues estos, consecuencia del acto, pueden imponer otra tiranía. (Bartolomeo, Tommaso & Blythe, 1997, p. 74). Mientras santo Tomás advierte de los peligros de usar la presunción privada para deponer, y advierte de la peligrosidad de ejercer justicia por mano propia, Juan de Mariana hablaría del sentido común de los pueblos. La cuestión es que no hay un imperativo en santo Tomás que permita afirmar que el tiranicidio es imposible, salvo que se asuma que sus avisos y muestras de prudencia política son prohibiciones expresas. Otro punto sería el de poderes o derechos superiores, como el de otros reyes, líderes o incluso el poder temporal papal que permitiría excomulgar, deponer. No pretendemos trasladar el análisis a las condicones modernas, de la comunidad de Estados, pero sí hacer un recordatorio cuando menos de toda nuestra doctrina tradicional y separarla, en todo caso, de esa apropiación histórica que hicieron algunos movimientos que supuestamente clamaban por el gobierno limitado y el derecho a la rebelión desde los regicidios, las revoluciones nihilistas y purgas. El mismo tópico lo toca Juan de Salisbury, curioso uno de los capítulos de su Policraticus con el largo título de All Tyrants reach a miserable end; and that God exercises punishment against them if the human hand refrains, and this is evident from Julian the Apostate and many examples in sacred scripture. En poca palabras, todos los tiranos tienen un miserable fin. Comienza así Juan de Salisbury: «o los tiranos son destruidos si persisten en la maldad o son perdonados si se vuelven a Dios». Remitiéndose a ejemplos históricos, y otros semimíticos, dirá que todos los tiranos, al final, son miserables. Ya sea Ciro destruido por Tomiris, o Mercurius utilizando una lanza contra Julian el Apóstata y llevándolo a la muerte como castigo divino según la tradición ortodoxa. (Johannes, & Nederman, 1995, p. 212). Podríamos concluir con Juan de Mariana cuando dice: «es, empero, saludable que los príncipes estén bien persuadidos de que si oprimieren la república, si se hicieren intolerables por sus desafueros y vicios, están sujetos a ser asesinados, no ya solo con derecho, sino también con aplauso y gloria». (Mariana, 1880, p. 146). Bien tendríamos que matizar, ahora llevándolo a nuestro contexto: no hay tiranías en el sentido moderno, ni es pertinente utilizar la categoría. Por el contrario, el debate estribaría en las dictaduras. Y no en las dictaduras de hecho, comisariales, sino en las soberanas que han venido de la apropiación del poder desde la excepcionalidad acabando con las instituciones. Y más que asesinar, que en el marco del Estado no basta con asesinar a uno u a otros, debe clamarse más bien por el derecho a rebelarse. El derecho a alzarse, ese derecho que no está sometido a discusión. Como recordaría Kemal Atatürk: «la soberanía no se transfiere, se conquista». III. Conclusiones Pretender emular fórmulas políticas modernistas, introducirse al oscuro campo de las ideologías o seguir importando más y más fórmulas, únicamente puede llevar a la desaparición no solo moral, sino física de los pueblos. En tanto llevaría a su desunión, a su fragmentación. Los pueblos, en todo caso, han de mantenerse cohesionados en su comunidad política aún cuando sobre ella se erige el Estado, un producto artificial y no natural. Una defensa al tradicionalismo no tiene como implicación la vuelta a las tradiciones sin más, o el regreso de un mundo que ya ha sido barrido por el modernismo y el nihilismo. Una defensa de nuestras tradiciones, católicas e hispánicas, más bien invitan a recordar una sola cosa: no debemo, en lo absoluto, al liberalismo ni a las ideologías, que en realidad son religiones civiles, autoproclamadas portadores de la verdad y promotoras, en su punto máximo, del cambio. Pero si hacemos un recordatorio de la tradición política y del poder limitado, ¿entonces qué tanto hemos avanzado si en el germen del Estado existe, por ejemplo, una violación flagrante de todo esta tradición? Y en efecto, la subversión, sea por la vía de necesidad, por el desarrollo o la más artificiosa estatalidad, de la tradición desembocó históricamente en la totalización de la política, en la politización de todos los aspectos de la vida y en las nuevas «apuestas» del juego en términos foucaultianos. El ser realistas, no obstante, no hace más que darnos la inspiración para controlar al Leviatán y que, más que dejarlo libre y hacerlo una máquina imparable, lo instrumentalicemos a los fines de sobrevivir al hostis, a quienes sean nuestros enemigos dentro de la dialéctica de Estados. Bibliografía: Bartolomeo, Tommaso, & Blythe, J. M. (1997). On the government of rulers: De regimine principum. Philadelphia: University of Pennsylvania Press. Johannes, & Nederman, C. J. (1995). Polycraticus. Cambridge: Cambridge UP. Jouvenel, B. (1974). El Principado. Madrid: Ediciones del Centro. Mariana, J. (1880). Del rey y de la institución real. Barcelona: La Selecta. Negro, D. (1995). La tradición liberal y el Estado. Madrid: Unión Editorial.
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