Lejos de discutir la contingencia o accidentalidad de la institución republicana en Venezuela, y la secesión del Imperio, aquí lo que se va a tratar, aceptando tales acontecimientos porque no hay más remedio, es sobre la campaña sistemática de eliminación de nuestras costumbres y tradiciones hispánicas erigida desde el nacionalismo venezolano hasta los presentes días, hoy llevada al absurdo por el chavismo.
A raíz de que una élite quiso crear una venezolanidad, y mostrar a todos que la península oprimía a indios y americanos, se comenzó con el borrado general de todo lo legado, alguna vez, por la obra de la conquista y del establecimiento de instituciones católicas, imperiales. Así, nuestra ausencia de un pasado que no fuera el hispánico, nos llevó a erigir imaginarios prehispánicos y sobre los próceres criollos, quienes indudablemente tenían más relación con los peninsulares étnica y políticamente hablando. Con génesis en un acta de independencia viciada de comienzo a final, esbozando mentiras de uno u otro tipo, los criollos comenzaron con la erección de la mitología nacional, teniendo su punto máximo con la muerte de Bolívar y con la gestación de la República de Venezuela, la que se separa forzosamente de la Gran Colombia por obra de Peña y Páez.
Nuestras villas y ciudades, progresivamente, pasaron a relatar las mieles de la «independencia» por encima de sus orígenes, una mezcla entre lo hispano y lo indio, llevando incluso a la exaltación de los nuevos valores nacionales desde la figura de los próceres o de los personajes ilustres. Olvidando quienes fundaron muchos de los primeros asentamientos en lo que luego sería Venezuela, la Venezuela provincial. Así, estos quedarían relegados a los museos escasos de recursos y al olvido. Pocas calles, obras o sitios turísticos conservaron sus nombres o dieron honor a sus benefactores hispanos. Hoy día ni se puede hacer mención a ello, por cuanto Francisco Fajardo o Cristobal Colón fueron borrados, finalmente, de Venezuela según los caprichos de la casta dirigente. Han cambiado y removido nombres según la seudohistoriografía chavista: una donde Bolívar, el primer gran antiimperialista americano después de Guaicaipuro y Guaicamacuto, hizo temblar al despótico Imperio español y lo echó de América. Una donde Francisco Fajardo era un déspota, un criminal y genocida al servicio del invasor. La falsa conciencia se ha hecho ley, superando las expectativas de sus antecesores.
Podemos ilustrar casos en donde ya no existe el Paseo Colón, sino el Paseo de la Cruz o donde no hay distribuidor Francisco Fajardo, sino Cacique Guaicaipuro. El monte Ávila, con tan nostálgico y bello nombre castellano, es ahora el Waraira Repano. Nada más por exponer los casos más recientes. Ciñiéndonos a los más antiguos, casi toda la historia ha sido borrada. San Pedro de la Guaira, teniendo el nombre del primer papa de nuestra venerable Iglesia, es nada más La Guaira. Aún pudiendo llamarle San Miguel de Neverí o San José de Neverí, hoy día se le llama Lechería a la capital del municipio que vino a dividir parte del municipio Simón Bolívar, el nombre más oído en todo el país. Incluso ignorando que el conquistador y descubridor Agustín Delgado fue quien fundó las villas, hoy se le dan los honores al masón Diego Bautista Urbaneja. Aparte de la Guayana de la era borbónica, se le conoce como Bolívar desde finales del siglo XIX. El pulido mote Santiago León de Caracas ha quedado como un convencionalismo poco ejercitado ya, parte del pasado imperial de Venezuela. Pudiendo recordarse a Diego de Losada, o nuevamente a Francisco de Fajardo, su municipio de mayor importancia es Libertador. En fin, podría el lector perderse en cientos de ejemplos que sería imposible abarcar en un escrito de esta magnitud. ¿Qué legitimidad rodea a estos infinitos cambios administrativos, potencialmente ideológicos, que han tenido las entidades e instituciones en Venezuela?
Cuando no son relacionados a los «fundadores» de toda Venezuela, como si tuvieran el mérito de haber fundado alguna villa o ciudad, se traslada a los mártires de cada intentona revolucionaria o del fracaso proyecto de partidos. 23 de enero, Pinto Salinas, Ugarte Pelayo, entre otros. Los horrores no terminan. ¿Qué tan vil puede ser el legado de conquistadores, Adelantados, corregidores, virreyes y capitanes? ¿Cómo es que puede recordarse más la secesión de Venezuela, bajo la excusa de opresión española y usurpación francesa, que la fundación de Caracas? ¿Cómo es que uno de tantos mantuanos, en el caso de Bolívar, resuena por encima de un valeroso guerrero de origen indígena como Francisco Fajardo? ¿Por qué un Gobierno se cree depositario de la lucha indígena contra los conquistadores como si aquello representaba la voluntad de todos los pueblos y tribus indígenas de entonces? ¿Qué derecho le da a remover nombres históricos, tradicionales que fueron aceptados, de forma unánime, por todos? Sus motivos son puramente ideológicos, no los nuestros. Los nuestros, en el caso de la restauración de nuestro legado hispánico, están avalados por el peso de la historia. Están ahí en las obras construidas, en el mestizaje, en la alianza castellano-indígena. En ciudades, en universidades, en cabildos y en instituciones.
Restaurar es una muestra de legitimidad, de las cenizas de la tradición. El que Venezuela fuera refundada como nación política, no desmerece su posición provincial ni su historia común con el resto de las Indias y con la península. Mucho menos que fuera nación política con la secesión, quita que Venezuela hubiera nacido; por el contrario, Venezuela estaba en una nación histórica, en una patria común como lo eran las Españas. Formaba parte de los Reinos de Indias. Tenía el honor de ser una Capitanía general, un lugar estratégico que permitía la protección de las costas del Caribe y del comercio intermarino. La historia mantuana, nacionalista, no puede borrar la historia previa. No sería nada, en todo caso, sin esa historia imperial. No hay proeza, ni justicia alguna, en el exterminio de nuestro ethos, de nuestras tradiciones y nuestro patrimonio cultural.
La reconstrucción de Venezuela puede lograrse en el plano moral a medida de que el curso de la patria deje de conformidad con fines ideológicos, de acuerdo a los dictados de las élites y las oligarquías. No pueden los gobernantes reescribir cientos de años, se va de sus manos: su revisionismo histórico sólo desmoraliza a la patria, le quita tanto valor como el saqueo indiscriminado que hacen de las arcas y de los tesoros nacionales. No hay socialismo, latinoamericanismo ni democratismo que silencie lo que está plasmado en nosotros. Hay una biología compartida, instituciones ancestrales que acabaron, de una forma u otra, transformándose, una costumbre foral que ha terminado en un grosero federalismo y una eticidad hispánica contra los malos gobernantes, contra los tiranos y las modernas dictaduras. Lo que antes era batirse en audiencia o en cabildos, hoy lo es nuestra capacidad de resistencia. Lo godo y lo indio convive armoniosamente en el venezolano aunque este haya sido inducido a olvidar lo que es suyo.
Parafraseando un pasaje de las Escrituras, oblivioni datus sum, tamquam mortuus a corde. Factus sum tamquam vas perditum [como un muerto soy olvidado, sin ser recordado, soy semejante a un vaso roto]. Con la desmemoria, viene el olvido. Si la América es el vaso roto, Venezuela es apenas un pequeño fragmento de una desmemoria colectiva, generalizada y sistemática. De una desmemoria que cruza nuestras fronteras, que practica el vecino y hasta el enemigo. Contra la desmemoria, y por la restauración de nuestra tradición, nos levantamos. Por una fe y una historia común que los necios, eternos conspiradores, se han enfrascado en romper, quebrantar y sepultar.
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