Luis Carlos Martín Jiménez
El Catoblepas
El imperio como conjugación de procesos isológicos y sinalógicos
El auge y la caída del imperio español como proceso histórico-político de escala universal sólo se puede entender desde criterios ontológicos. La estructura que cristaliza a lo largo de trescientos años toma su identidad respecto del medio en que se forma. La importancia que a la escala de la historia universal tiene España deriva de las modificaciones que su configuración imperial determina en tal medio, a saber, la configuración del mundo actual. La monarquía hispánica como primer Estado moderno pone las bases geo-políticas de la dialéctica entre imperios atlánticos que reaccionan ante un imperio católico: Francia e Inglaterra principalmente.
Con auge y caída del imperio español nos referimos a unos de los procesos más importantes y complejos de la historia. Los fenómenos implicados son de tales características que hemos tenido que plantear cuatro modelos{1} para entender una estructura diairológica, que implica su génesis y su fractura. Precisamente el problema para entender tal identidad ontológica, la identidad de hispano-América, requiere movilizar ideas de corte gnoseológico (su influencia en la formación de las técnicas y las ciencias modernas), antropológicas (el papel de las sociedades indígenas), políticas (los modelos de imperio) &c. La involucración de tantos factores, sobre todo a raíz de su ruptura en guerras civiles (en realidad guerras internacionales) hace imprescindible esquemas de ordenación, clasificaciones y criterios de análisis que nos permitan distinguir las líneas de coordinación y descoordinación de tal estructura imperial. A tal efecto utilizamos las ideas de unidad e identidad.
Pero como toda caída supone un auge anterior, dividimos este análisis en dos partes: la primera a título introductorio dibujará los elementos que estructuran el imperio, de cuya fractura nos extenderemos un poco más, dentro de lo que es un ensayo de este tipo.
La idea de unidad sinalógica incide en el momento paratético que a nivel físico conllevan los desplazamientos y los viajes trans-oceánicos, así como las dificultades inherentes al proceso se recortarán a escala planetaria desde múltiples categorías: la geografía del Padrón Real, la astronomía de los cosmógrafos, las triangulaciones en el plano de los matemáticos, las rectificaciones normativas de los juristas, los cálculos económicos y financieros de los consulados de negocios, la unidad literaria de los cronistas &c; muchas de las cuales van ampliando su campo propio y dan lugar al contexto objetivo entendido como la era de los descubrimientos, o también llamada, la era de las comunicaciones, el primero de los títulos con los que el padre Vitoria justificará la guerra vinculada al descubrimiento y colonización americana.
La idea de identidad de tal unidad, sólo se configura en función del contexto que la envuelve, de ahí que la imposibilidad de determinar una historia universal por encima de las partes se demuestra a través de la constitución de América de un modo ejemplar, en la medida en que la pluralidad política reacciona frente a una parte que parece totalizar el campo (el inicio respecto del imperio islámico) lo que obliga a rectificaciones que hacen imposible determinar un desarrollo de los acontecimientos, que con América arrumba el sistema de entender el mundo antiguo y medieval. La totalización de las partes del mundo comenzará a multiplicarse según direcciones que acompañan a los Estados modernos.
Intentamos aquí ofrecer esquemas que sobre el hilo de los acontecimientos aporten distinciones que permitan aclarar unos procesos que tienen como centro el Imperio hispánico, principalmente allí donde más problemas están implicados: las llamadas guerras de independencia.
Si nosotros ponemos la realidad política de los “todos” efectivos (realmente existentes) en las esencias procesuales imperiales que como formas del “espíritu objetivo” van sucediéndose según su potencia, es precisamente en el Imperio hispánico donde cabe seguir de modo privilegiado los procesos causales de isología y sinalogía entre “partes” que se están descubriendo y construyendo a través de la producción institucional, aquellas esferas normativas que comprenden a los propios hombres, y en cuya concatenación se producen las entidades históricas y sus rupturas, los cabildos y ciudades tratados como núcleos desde un ortograma que explique su curso (nematologías inherentes a los procesos histórico-políticos si es necesario el axioma, “el todo está antes que las partes”)
A este objeto utilizamos dos tipos de relaciones completamente generales para explicar la conjugación entre España y América al mismo nivel y desde el mismo inicio, es decir, partiendo de que españoles peninsulares y españoles americanos son un mismo sujeto político: “América y España, detrás de Colón, dos gemelos” (Palabras finales de la conferencia de Hugh Thomas, Invención de América. Invención de España, Acto inaugural de los Cursos de verano de la Universidad Internacional de Andalucía, UNIA, Santa María de la Rábida, Huelva, 2006); relaciones isológicas y sinalógicas dadas desde las partes como estructuras metafinitas que exigen u obligan a su coordinación frente a terceros, papel que lleva a cabo la Monarquía Hispánica.
Con relaciones o unidades sinalógicas nos referiremos a la organización de las instituciones municipales (las que se forman en torno a la plaza de armas) y a escala molecular las de los reinos o virreinatos. Como relaciones isológicas haremos referencia a los modelos o identidades políticas, multiplicables (y por tanto divisibles), que desarrollan y determinaran los derechos ciudadanos (por ejemplo, la democracia directa o electiva en los ayuntamientos, la propiedad de la tierra) o las libertades políticas (la autonomía municipal o la posibilidad de revertir las leyes &c.).
En la medida en que podamos cifrar la unidad y la identidad en estos términos podríamos hablar de una concatenación (unidad) y desconexión (separación o fractura) de procesos sinalógicos a través de la variación de las relaciones isológicas (por ejemplo, las ideas antropológico-políticas ilustradas). De igual modo hablaríamos de unas identidades o relaciones isológicas constitutivas y disruptivas a través de procesos sinalógicos de conexión y fractura de las partes. Lo que hay que determinar son la escalas de los mismos.
Tomamos como criterio de análisis histórico la necesidad de totalizar los fenómenos como requisito fundamental para establecer causas y consecuencias. Para ello es necesario que se puedan anudar respecto de otras fases históricas. Esta unidad histórico-política sólo se puede establecer “etic” a partir de sus “finis operis”, dada la resolución de estas estructuras, nunca “emic”, desde su propio desarrollo o “finis operantis”. La distancia entre lo que se proyecta y lo que resulta involucra el momento técnico y el momento nematológico de las instituciones. Hay que explicar cómo un imperio que tenía como divisa, “plus ultra”, su universal, y por tanto no estaba pensado para caer, obliga a las partes resultantes a pensarse de otro modo.
Este epígrafe lo dividiremos según las cuatro fases del curso de conformación y resolución del Imperio:
A.1. Concatenación causal de procesos o unidades sinalógicas a través de las isológicas: nos referimos a las primeras unidades o uniones “ciudadanas” con modelos ortogramáticos anteriores; esta sería la fase en que se producen instituciones políticas (los cabildos principalmente) por ayuntamiento –sinalogía– en América con la organización de las ciudades, que sin previo plan, acuden a modos o procesos ya dados –identidades isológicas– en la península; el primer ejemplo es el de la formación de las ciudades con Nicolás de Ovando en La Española, reproduciendo el modelo de Santa Fe (que también se desarrollará en Canarias).
A.2. En una segunda fase cabria hablar de la propagación por identidades o unidades isológicas a través de procesos sinalógicos, es decir, la multiplicación de unidades isológicas en redes sinalógicas; lo que ocurre al ir desarrollándose ya el modelo adaptado al nuevo marco; estas son las pacificaciones y la fundación de ciudades, su coordinación (sinalógica) ya desde instituciones iguales a las españolas en una red de ciudades o estados provinciales jerarquizados desde la metrópolis (y las que no se realizaron fueron por imposibilidad, como del Real consejo de la mesta, u otras porque no convenían, como la de tener voto en Cortes que obligaba a pagar más impuestos).
Estos dos momentos se diversificarán en función del nivel de metabolización institucional y según la diferencia de capacidad para incorporar los materiales antropológicos vinculados a la producción institucional propia de los Imperios generadores (de modo que la producción de bienes de consumo –economía– aparecerá como una variable más dentro del “sistema productivo”)
B.1. Ahora las independencias, las rupturas de las unidades sinalógicas, las entenderemos desde la proliferación o acumulación de unidades isológicas (a nivel total), en cuatro modelos de unidad que en contradicción obligan a las división; este es el primer momento de las juntas (de nuevo regresando a los cabildos) que al modo de las españolas pasan por varias fases: la de reacción a los godoystas (1808) que gobiernan (por afrancesados), la de reacción a la regencia (finales de 1809) que se ve como una traición (y ya perdida España a manos de los franceses), la de supervivencia (1810 en adelante), con las especificaciones en cada parte de América, la multiplicación de ayuntamientos para el voto en Cádiz, la vuelta de la Monarquía fernandina, &c. (como veremos detalladamente)
B.2. Por último, cabe hablar de distinciones isológicas o nuevas identidades “nacionales” a partir de reorganización sinalógica alrededor de las ciudades en las que hemos puesto el núcleo de la producción política, dando lugar a las nuevas repúblicas. Fase de radicalización del conflicto (de 1815 a 1821) y que se alarga en la delimitación de las fronteras todo un siglo.
A.1. Involucración de unidades sinalógicas a través de identidades isológicas en la formación del Imperio (los Cabildos)
El inicio del estado plural o Imperio pluri-reinal o pluri-provincial hay que buscarlo en las cortes castellanas del siglo XII. Las primeras cortes donde entra en política el pueblo, los ayuntamientos con sus procuradores en cortes con mandato imperativo (la llamada democracia directa).
El estado llano o tercer estado entra en Cortes cuando se secularizó la institución del “Concilio”; se inicia en las cortes de Nájera de 1137 a 1138 y concluye en León en 1188; algunos creen que fue en Burgos en 1169 cuando reinaba Alfonso VIII, pero en León parece probado que se mantuvo (tal es la tesis del Congreso Científico sobre las Cortes de Castilla y León de 30 de septiembre de 1986 y luego de 1987 en Salamanca). En 1230 se unió León y Castilla con Fernando III. En las Cortes de Medina del Campo en 1302 se introduce la cuestión de la inviolabilidad de los procuradores en su función. De modo que se podrá entender con Walter Ullman (Historia del pensamiento político en la Edad Media), Luis Lacambra (Filosofía del pactismo) o García Gallo (El Pactismo en el reino de castilla y su proyección a América) que en el Medievo tomista son las ciudades las que establecen pactos (como un pacto contractual de abajo a arriba) con los señores o feudos (Alejandro Levaggi, “Derecho de los indios a la autodeterminación”, Anuario Mexicano de Historia del Derecho, n° 6, 1994)
El poder de los cabildos que se da en la reconquista peninsular no cabe entenderlo dentro de la estructura del Estado que hemos aplicado en el Capítulo II si no es en su fase de expansión imperial, de modo que va siendo integrado mediante centralizaciones según va organizándose el propio Estado, y sin perder unos derechos y libertades que están en su génesis y que la escolástica va a sistematizar. En este sentido cabe explicar la potencia de los cabildos en América, donde se continúa con la civilización según un proceso que en ocho siglos de guerra y expansión peninsular han dado lugar al primer Estado moderno. Así se aplicarán en América los mismos principios que en la península, se darán derechos y libertades en forma de privilegios no solo en los contratos o capitulaciones de colonización (descubrimiento, conquista y pacificación) sino en las Cartas puebla, un proceso de expansión y fundación de ciudades que dura tres siglos y que hemos tratado de ilustrar en el apartado anterior. Se trata de derechos que se exigen desde las partes en formación a la Corona en sucesivas fases de apropiación, pues no se llevan a cabo por la Corona y sus ejércitos, sino por la población española e india primero, luego criolla. No pretendemos hacer una “Historia sintética del Orbe Hispano”, lo que no se ha hecho nunca (en frase de José Antonio Rial, La destrucción de Hispanoamérica, Monte Ávila Edit. Venezuela, 1976, pág. 261), nos limitaremos en este corto espacio a tocar una serie de puntos nucleares.
1. El poder de los cabildos en la constitución del Imperio
La aplicación de esta estructura estatal no la ponemos en la convocatoria a Cortes que en la “reconquista” se celebraban en cada reino según las convocaba el Rey (si bien México o Perú tenían ese derecho), sino en el principio de la ley pacto que también tiene orígenes medievales.
Las Cortes siempre fueron insistentes en contra del señorío, arrancando normas en su contra con Juan II en Burgos (1430), Zamora (1432) o Valladolid (1442), por la cual se obligaba a la aquiescencia del Consejo Real y 6 procuradores, según una ley confirmada por Enrique IV en 1445 (Córdoba), los Reyes Católicos en Toledo (1480) y el Emperador Carlos en Valladolid (1523), donde sólo si los dos (pueblo y rey) coincidían se hacía válida –Ley pacto:
“Ordeno por la presente, la qual quiero que aya fuerça e vigor de ley e pacçion (pacto) e contrato fierme e estable fecho e firmado e ynido entre partes, que todas las çibdades e villas e logares mios e sus fortalezas e aldeas e términos e jurediciones e fortalezas ayan seydo e sean de su natura inalienables e imprescritibles para siempre jamás” (Manzano, Juan, La incorporación de las indias a la Corona de Castilla, Madrid, Cultura hispánica, 1948, pág. 209)
Las Villas que en la península después de haber salido pedían volver a la jurisdicción real y a la inenajenabilidad son muchas: hermandades de Barrundía, Gamboa, Eguíluz o junta de Arraya (en la época de Doña Juana), &c.
En el caso americano pasará algo parecido. Como hemos dicho hay que poner en el nombramiento de Nicolás de Ovando (el 13 de septiembre de 1501), cuando tiene que arreglar sin instrucciones precisas el desaguisado de Colón y Bobadilla en La Española, el inicio del régimen municipal en su forma más libre y popular, eligiendo “alcaldes e regidores e alguaciles e escribanos e procuradores e otros oficiales”. Evitando el señorialismo al estar asalariados e incluyendo la inserción de los indios (que quedan como vecinos, con las salvedades que haya que hacer). Hay que recordar que si Las Indias se adscriben a la Corona de Castilla (por distintas causas según la polémica Gallo-Manzano: el primero las pone en razón de la fuerza de Castilla y el segundo contra los privilegios aragoneses) es tal vez por la pluma de Fernando y Fonseca, pues Isabel estaba enferma, por la que se escribe el testamento de 12 de octubre de 1504 dejando el reino a Fernando hasta que Carlos tenga 20 años (contra las pretensiones alemanas) consignando a los herederos la obligación de su “unión” (D. Ramos, Genocidio y Conquista: viejos mitos que siguen en pie, Real Academia de la Historia, Madrid 1998)
La importancia de Cortés iría en este sentido. Cuando la “isla” se trasforma en Tierra Firme y sin directrices de acción, Hernán Cortés encontró la fórmula del “pacto taifal” como recurso o fórmula tradicional (Claudio Sánchez Albornoz ya vio la acción en América con base en la pacificación medieval). Esta es la idea que Cortés en la segunda carta (de 1520) expresa a Carlos I al decir: “se puede intitular de ella y con título, y no menos mérito que el de Alemania”. Ya que a los indios se les requiere a ser fieles y súbditos en la medida en que se les protege contra sus enemigos, sin hacer mención a bulas pontificias ni requerimientos oficiales, pues aún no tienen noticias del requerimiento de Palacios Rubios (requerimiento que se entregó a Ponce de León en la guerra a los Caribes y a Pedrerías para que reconocieran al Rey y no hacerles esclavos).
Es decir, la sorpresa de Cortés ante los ejércitos y los cultos lleva espontáneamente (pues no tenían instrucciones al efecto) a las prácticas del Medievo (otro tanto habría que decir de las políticas pactistas de Pizarro con la nobleza del Cuzco o Manco II), así cuenta Bernal Díaz que destruyen los ídolos y se pone en su lugar a vírgenes y cruces (Demetrio Ramos, Hernán Cortés. Mentalidades y propósitos, Ediciones Rialp, Madrid 1992). De igual modo en la guerra a los Tabasqueños los distintos requerimientos tienen como denominador el “amparo y protección” (como a los pequeños reinos musulmanes) sin modificar su sociedad, como ocurrió con Fernando I (1037-65) de Castilla y Alfonso VI. Como Totonacas o Cempoaltecas daban tributos a un señor superior (que refiere a Moctezuma en la carta de 30 de octubre de 1520), el pactismo con Cortés se convirtió en liberación. Así ocurre también en la alianza de Zempoala. Contra el sistema de “rancheo” Cortés pretendía paz y “prestigio” entre los naturales (por ejemplo, con el perdón –ajeno a las fiestas floridas de los aztecas– que se dio después de la batalla de Tabasco).
Pero lo más importante es que el pacto otorga a los indios “personalidad jurídica” en la práctica, esto es “soberanía”, al recogerse en acta voluntariamente (igual que García Gallo recuerda en el caso del sometimiento de Valencia al Cid en 1094); un derecho positivo en marcha que luego se fundamentará por los teólogos de la Escuela de Salamanca subordinándolo al derecho natural en la fórmula del Derecho de Gentes, tomando aspecto jurídico y sistematizándose en las Ordenanzas para nuevos descubrimientos y poblaciones” dictadas por Felipe II en 1573 (lo que hacemos notar por tratarse, pasado ya casi un siglo, de la primera instrucción seria sobre la fundación de ciudades).
Por lo que respecta a los cabildos, la fundación de la villa Rica de Veracruz es efecto, como en otros casos, de una verdadera revolución popular; allí, contra el Virrey Diego Colón y el promotor de la empresa, Velázquez, un grupo propone a Cortés la fundación de un “pueblo de españoles” o república de pobladores, posición anti-señorial y anti-empresa, que consistió en poner la picota y la horca (cuyo antecedente inmediato es la fundación en 1511 de la Antigua del Darién, al transformarse con Balboa la hueste en núcleo municipal), posición que sirve de base para la “penetración” y que con el hundimiento de las naves (más significativo que real) no tendrá vuelta atrás. Los sucesos son muy conocidos, sólo haremos incidencia en su estrategia, por ejemplo cuanto en las refriegas Tlaxcaltecas de septiembre de 1519 suelta a los prisioneros (quienes suponían que iban a ser comidos), y a quienes en presencia de embajadores aztecas (tratos dobles que eran frecuentes en la reconquista) les preguntará Cortés si “quieren ser nuestros amigos y vasallos del gran señor emperador”, todo ello sin entrar con el ejército en Tlaxcala, como si reconociese unos fueros o identidad de su nobleza comunal.
Cortés entra el 8 de noviembre de 1519 en México-Tenochtitlán, tres días antes de que lleguen a Sevilla los enviados a la península, Puerto Carrero y Montejo con el “donativo” para el Emperador y la carta de Cortés. Pero es que este envío de oro y plata coincide con la provisión que el procurador de la Española, en nombre de los pobladores (14 de septiembre de 1519), le arrancó al Rey Carlos:
“por cuanto , según lo que nos está jurado y prometido a los nuestros Reynos de Castilla y león al tiempo que fuimos recibidos y jurados… ninguna ciudad ni provincia ni isla ni otra tierra anexa a la dicha nuestra Corona real de Castilla pueda ser enajenada ni apartada della y ansí es nuestra intención y voluntad de guardas..., el licenciado Antonio Serrano, en nombre de la Isla Española…, nos suplicó y pidió por merced que, acatando… los trabajos que los pobladores y conquistadores della avían pasado..., le mandásemos dar dello nuestra provisión Real. Y nos porque los dichos vecinos y pobladores tengan mayor continuidad delle, mandamos dar esta nuestra carta… por la cual prometemos nuestra fe y palabra real que agora, y de aquí en adelante, en ningún tiempo del mundo la dicha isla Española, ni parte alguna ni pueblo della no será enagenado ni apartado de nuestra Corona Real nos ni nuestros herederos” (Ibídem, pág. 173 (del Cedulario que Diego de Encinas publicó en 1596, Libro primero de Provisiones Cédulas, capítulos de ordenanças, instrucciones y cartas libradas y despachadas en diferentes tiempos…, ed. Instituto de Cultura Hispánica, Madrid, 1945, págs. 58-59.)
Juramento cuyo significado es importantísimo para el desenlace posterior por ir contra las pretensiones señoriales de D. Diego Colón y a la vez que el Almirante de Flandes consigue del emperador la tierra de Yucatán en señorío para poblar con gentes flamencas –enajenándola del realengo–.
Don Carlos se llevó a Bruselas los tesoros de Cortés, por lo que la actitud de la Corte fue de prudencia, de modo que el pleito entre Velázquez (con su tesis de alzamiento y rebelión), lugarteniente de Diego Colón, y los procuradores de Veracruz, se dejó en pleito Civil –administrativo–, pues no se incumplía capitulación alguna, lo que con la fundación de Veracruz da por fundamento que “venció el pueblo”. Se repetía lo sucedido con Vasco Núñez de Balboa: “se trataba de romper o superar la asociación de armada, para sustituirla por la Compaña, desbordándose así la empresa de signo capitalista por el populismo, para que todos participaran en los posibles beneficios, como lo hacían en los seguros riesgos” (Ibídem, pág. 191)
La actitud de Don Carlos hay que verla dentro de la idea de designio (signo) providencial para el proyecto de Universitas Cristiana formulada por el obispo de Badajoz, D. Pedro Ruíz de Mota, y no el Imperio Romano Germánico –feudal y disociado del papado–, al decir en su discurso que “ahora vino el Imperio a buscar al Emperador a España”, un “emperador del mundo” en que “su tesoro, su espada, ha de ser España” (como hemos expuesto en el capítulo II). Estamos en la revuelta comunera de 1521, cuando en 1522 asaltan los turcos Rodas. En Julio de 1522 regresó el Emperador (en guerra por Navarra con Francisco I) y el 15 de octubre nombra a Cortés, “gobernador e Capitán general de toda la tierra e provincias de la dicha Nueva España” (Ibídem, pág 195, cédula de 15 de octubre de 1522, CoCoIn, América, t. XXVI, pág. 59-65). En la Carta a López Hurtado lo expresa el César Carlos: “pues sólo así, en la ampliación de la católica fe “todos los errores del mundo serán eliminados y enmendados… tomando a su Beatitud y a Nos por ministros…” (Ibídem, Instrucciones a López Hurtado, Biblioteca Nacional de España, Madrid, Leg. 9442, fol. 51).
Recuerda García Gallo que en las Cortes de Valladolid de 1518 los procuradores le dicen: “Pues mire Vuestra alteza si es obligado por Contrato Callado a los tener e guardar justicia” (Gallo, G., El derecho indiano y la independencia de América, citado en pág. 161. Real Academia de la Historia: Cortes de los antiguos reinos de León y de Castilla, IV, Madrid 1867, pág. 261). Contrato callado formalizado en el acto de jurar el rey guardar a sus pueblos y ser guardado por ellos. “Réplica del mismo juramento callado o tácito en el que formalizaba en el acto de jurar el nuevo Virrey al llegar a visitar por vez primera una ciudad de un distrito había de prestar de que guardaría sus privilegios” (Ibídem, pág. 161)
A este efecto es muy significativa la revolución de Coro y la consiguiente promulgación de ciudadanía al efecto de establecer las bases del régimen municipal (en Venezuela) como garantía frente al abuso de poder de los gobernadores, cuando a la muerte del teniente Alfinger (representantes de los banqueros germánicos) se inicie la revolución popular (Ramos, Demetrio, La Revolución de Coro en 1533, contra los Welser y su importancia para el régimen municipal, Boletín americanista, n° 2, 1959). Una revolución iniciada por los regidores reales y el primer alcalde originado por elección, Gallegos. No hay que olvidar que cuatro años antes, en 1530, se produce el mayor empréstito contratado por lo Rey con los Welser y los Fugger (1.500.000 ducados), lo que unos meses más tarde permite a los Welser montar las prometedoras empresas en Venezuela. La política que aplicaban sobre los indios era de salteo y recluta forzosa y no de repartimiento, como pedían González de Leiva y Alonso de la Llana; ¿qué hace la corte ante tal revolución popular? aceptarla, la revolución es legalizada por Carlos V, pues no era otra cosa que seguir la política ordenadora.
Las cédulas ordenadoras impidieron a los alemanes someter a los pobladores como asunto privado o de empresa, asegurando derechos de los pobladores como el de permitir “salir de esta dicha provincia e yr donde quisieren” (Ibídem, la primera de 11 de diciembre de 1534, Mans, del British Museum, citado en pág. 103), la inviolabilidad del correo real (los despachos) y del correo privado (que con anterioridad impedían los gobernadores alemanes) bajo pena de destierro perpetuo; se impedía el sistema comercial cerrado a la compañía de los Welser y la fijación de precios, permitiendo la implantación de la encomienda.
Uno de los principales efectos fue el de ordenar el régimen municipal para impedir abusos, diferenciando el oficio de Capitán General, el que manda a la gente y la disciplina para la guerra, del de Gobernador, que es quien ordena y hace cumplir las disposiciones reales (Ibídem, Cédula real de la serie de 24 de diciembre de 1534. Mans, cita. Fol. 135 v. y 136, citado en pág. 106). Otro fue reafirmar la autonomía municipal, al prohibir al Gobernador estar presente en las reuniones del cabildo si restaba libertad al mismo; del mismo modo se establece una procuraduría permanente elegida por el cabildo abierto, es decir “por todo el pueblo” y renovado anualmente.
De la cédula de 3 de diciembre de 1541 (Recopilación, libro II, tit. I, Ley XXXII) se desprende que las ciudades puedan hacer ordenanzas “para su bien gobierno”, examinadas por la Audiencia y confirmadas por el Consejo de Indias. Por ello es tan importante la revolución de Coro respecto al régimen de Compañía en la formación del régimen municipal, ya que tiene un valor general para todo el ordenamiento indiano de la época, columna vertebral de la acción civilizadora. Carlos Pereira mostrará cómo después de que todas las expediciones reales de compañía fracasen, sólo en línea con Nicolás de Ovando y el modelo que se generaliza, se lleva a cabo siempre desde la propia América, desde donde se preparan expediciones de unos lugares a otros, fundando pueblos y ciudades, pero siempre dirigidas por pobladores americanos y mestizos (C. Pereira, La huella de los Conquistadores, Porrúa, 1986)
Citaremos, siguiendo a Juan Manzano, diversas cédulas como pacto Rex-regnum a petición de las partes:
• 14 de septiembre de 1519, como petición de Antonio Serrano en nombre de los pobladores de la Española “acatando la fidelidad de dicha isla… y porque más se ennobreciese y poblase, quedar “incorporada” a la Corona de Castilla”.
• La de 9 de Julio de 1520 como petición de la totalidad del mundo americano “en nombre de dichas islas de las indias y tierra del mar oceano”.
• La de 22 de octubre de 1523 del cabildo de México, como petición de Francisco de Montejo y riego de Ordás.
• La de 13 de Marzo de 1535 por un indígena, Diego de Maxizcatzin en nombre de la provincia, concejos y pueblos de Tlaxcala, para “no la enajenar ni sacar de la Corona Real de Castilla”
Estas cédulas entre otras, no son formas jurídico-medievales de señoría o vasallaje, sino que son las comunidades de pobladores las que toman la iniciativa para obtener del Rey las debidas garantías (Manzano, Juan, La incorporación de las indias a la Corona de Castilla, Madrid, Cultura hispánica, 1948)
Así la Ley V, tít. XV, part. II, prohibía que el reino fuera “departido”, es decir, dividido. Y si se cedía, para constituir señoríos, el posterior ordenamiento de Alcalá prohibía hacerse con favor de otro Rey o persona extranjera (tít. 27, Ley 2°)
En esta mecánica están las cédulas americanas de 1519, 1520, 23, 33, 47 y 63, refundidas en la Ley I, tít. I, lib. III de la Recopilación, que a petición de los pobladores se incorporaban a la Corona. Y ello en tanto pretendían evitar en Carlos I un riesgo de cambio en su política indiana.
Así para América en la Real Cédula de Carlos I ya citada (Barcelona 14 de septiembre de 1519.) se dice: “y porque es nuestra voluntad y lo hemos prometido y jurado, que siempre permanezcan unidas para su mayor perpetuidad y firmeza, prohibimos la enajenación de ellas (las indias) y mandamos que en ningún tiempo puedan ser separadas de nuestra real Corona de Castilla, desunidas ni divididas en todo o en parte… y damos nuestra fe y palabra real por Nos y los reyes nuestros sucesores que para siempre jamás no serán enajenadas ni apartadas en todo o en parte… y si Nos y nuestros sucesores hiciéramos donación o enajenación contra lo susodicho, sea nula, y por tal lo declaramos” (Ley I, tít. I, libro III de la Recopilación de Leyes de Indias)
En 1560 se reúne en Nueva Segovia de Barquisimeto un “congreso de municipalidades venezolanas” que envía a España a Sancho Briceño en representación, quien consigue la Real cédula del 8 de diciembre de 1560 en la que se ratifica el privilegio de los Alcaldes de la Provincia de Venezuela para gobernar interinamente en su jurisdicción en ausencia del Gobernador y mientras está vacante fuese llenada definitivamente por el Rey. En 1676 el Cabildo de Caracas consigue una Real Cédula por la cual los Alcaldes de Caracas se convierten en gobernantes interinos de toda la Provincia en cualquier vacante del Gobernador hasta que fuera proveída por el Rey ante la petición de los que entonces lo eran, Manuel Felipe de Tovar y Domingo Galindo, generalizándose a toda América (Morón, G., Historia de Venezuela, 5 vol. T. I, caracas 1971). Ya veremos la importancia que tiene esto en las juntas independentistas.
Se generaliza la “alternativa” o elección de un criollo para un cargo, tanto entre religiosos como civiles, en un continuo ascenso de los criollos. Cadeicyta fue Virrey en Quito 1635-40 o Hernandarias de Saavedra Virrey del Rio de la Plata.
No cabe aquí un estudio del derecho indiano, sólo incidiremos en la “revolución historiográfica” de los últimos años en torno al mismo, que con sus inicios en Levene, Altamira y la escuela de García-Gallo llega a estudios actuales sobre el derecho local con Beatriz Bernal, quien afirma sobre el orden de prelación de fuentes: “En la cima de la pirámide, el derecho indiano, peculiar y casuista, creado especialmente para los indios, que empieza a independizarse de sus antecedentes castellanos donde las primeras décadas del siglo XVI. Dentro de él, el llamado criollo, esto es, el creado por las autoridades delegadas en Indias, prevalecerá sobre el metropolitano o peninsular, y constituirá la sección más rica y viva del mismo” (Bernal, B., El derecho indiano: tres aportaciones historiográficas, Anuario mexicano de historia del derecho, n° 2, 1990, pág. 104)
Es decir, “el derecho indiano se impone en América dejando al castellano como supletorio” (José M. Ops Capdequí, “Factores que condicionaron el desenvolvimiento histórico del derecho indiano”, Boletín mexicano de Derecho Comparado, n° 5, 1969). La razón está en que desde la colonización fue una empresa mixta, privada pero con el aval de la Corona, llevada a cabo mediante las capitulaciones, que eran títulos jurídicos análogos a las cartas puebla de España. Por este motivo, en cierta forma América tuvo que ser “reconquistada” por la Corona, reivindicando las regalías y salvando pleitos de los descendientes a través de reales audiencias y consejos, único modo de mantener la unidad del proyecto. Los Virreyes gozaban de universalidad de atribuciones, aunque mediatizados por instrucciones como la real confirmación de sus resoluciones, la fiscalización de las audiencias, las visitas y los juicios de residencia al terminar sus funciones; Presidentes y Capitanes Generales también tenían amplia autonomía, las reales audiencias al poco se convierten en audiencias gobernadoras (oidores, alcaldes y fiscales) a través de reales acuerdos con Virreyes, Presidentes y Capitanes Generales (resultando un verdadero equilibrio de poderes); también se establecen leyes sobre gobernaciones independientes y la admitida facultad de suspender leyes de la metrópolis, la conocida “se acata pero no se cumple”. Todo esto respecto a un Régimen municipal que en la península entraba en decadencia con la centralización del Estado, pero no en América donde “el estado llano de la colonización encontró en el cabildo municipal el organismo aglutinante de sus esfuerzos y aspiraciones”.
Aun así el estudio del derecho indiano y local es “un terreno casi virgen”, la ingente documentación disponible permite concluir en estudios recientes como el de María Rosa Publiese que “las autoridades metropolitanas… directa o indirectamente reconocen ese derecho local que emana en forma incontestable, y que sigue germinando pese a la actitud del poder central. Lo que no se me escapa es que la Corona, o sus consejeros, están al tanto, aunque sea tardíamente, de todo lo que sucede en los nuevos territorios, por los informes cruzados de sus distintos colaboradores. Su impotencia o la fuerza de los hechos son más fuertes que su conocimiento de lo que puede caracterizarse sin lugar a dudas como una realidad jurídica que nace de lo empírico” (M. R. Pugliese, “Apuntamientos sobre la aplicación del Derecho indiano local en el Río de la Plata”, Revista de Historia del Derecho, n° 33, 2005, pág. 295)
Suponemos con García Gallo que esta tradición multisecular será coincidente cuando no generadora de la doctrina escolástica, que supone la comunidad, pueblo o república por un lado, y el rey o monarca que gobierna y dirige por otro.
2. Fundamentación desde la Escuela de Salamanca
Si el modelo IV del Materialismo Filosófico para entender América se separa del modelo II escolástico, se fija en el Derecho positivo frente al Derecho natural (que es el referente de la escolástica española), el referente que tomamos será el Derecho de Gentes de la Escuela de Salamanca como fundamento del Derecho positivo en marcha.
Aquí nos limitaremos a indicar cómo la escolástica española (la llamada segunda escolástica) recoge, fundamenta y sistematiza desde el ortograma católico lo que se está haciendo de “hecho” mediante unas doctrinas sin las cuales no se podrían explicar muchos episodios clave. Explicaba Domingo de Soto en su Prólogo a Justicia et Jure cómo la gente acudía a ellos (los teólogos de la escuela de Salamanca) para resolver todo tipo de problemas morales: “¡Tanta era el ansia de los que acudían a mí con frecuencia con diversas dudas y con cuestiones sobre los nuevos contratos!.... Nadie debe censurar que los teólogos se encarguen de esta tarea, que parece ser más propia de los jurisconsultos…” (citado en Martín Gómez, M., El derecho de Gentes. Un concepto fundamental en la filosofía política de San Isidoro de Sevilla y Santo Tomás de Aquino, Pensamiento político 02. Indd 563, nota 13).
El problema principalmente está en el desarrollo y posición del Derecho de Gentes respecto al resto del derecho, problema que ya venía de las Etimologías de San Isidoro y que Santo Tomás recoge; a este efecto dirá el Padre Santiago Ramírez, “San Isidoro lo considera como positivo, según interpretación de San Alberto Magno, a quien sigue Santo Tomás (…) y a imitación de ellos, lo cataloga a veces el Angélico entre el derecho positivo (…) Otras veces, con Gayo y las Instituciones, lo cataloga entre el derecho natural. Y esto ocurre con más frecuencia, porque en realidad el derecho de gentes tiene más de natural que de positivo” (Ramírez, S., El derecho de Gentes. Examen crítico de la filosofía del derecho de gentes desde Aristóteles hasta Francisco Suárez, Madrid-Buenos Aires, Studium, 1955; citado en Martín Gómez, María, El Derecho de Gentes. Un concepto fundamental en la filosofía Política de San Isidoro de Sevilla y Santo Tomás de Aquino”, Pensamiento Político, 02. Indd 533)
Las primeras controversias se suscitarán en las Leyes de Burgos (1512) o de Valladolid (1513) recogidas por Matías de Paz, después de las protestas de Montesinos ante Diego Colón en 1511 en La Española. Cayetano comenta la Summa Theológica distinguiendo tres clases de infieles: los súbditos (judíos o moros), los que son enemigos declarados, y por último aquellos con los que nunca tuvimos relación (pues ya conocía a los indios por el P. Jerónimo de Peñafiel), es decir, sobre los que no se tiene jurisdicción ninguna.
Con los precedentes que se quiera (Aristóteles, Cicerón, Ulpiano, Gayo) es en la cita de Vitoria a las Instituciones de Justiniano, la Instituta, donde se puede leer la distinción entre Derecho Natural, de Gentes y Civil, el punto donde pasa de ser “inter omnes homines” a “inter omnes gentes”, de modo que queda salvaguardado del Natural, por ser positivo, obligando gravemente a su observancia, aunque no puramente positivo como el civil, pero ya constituyéndose como un Derecho de Gentes que nos lleva a las Naciones. Cabe ver en Baltasar de Ayala su puesta en marcha en la política de pacificación y guerra europea.
Vitoria sigue la distinción fundamental de Santo Tomás entre orden natural y sobrenatural, y de aquí, sus dos principios sobre la licitud del señorío de un Príncipe infiel sobre súbditos cristianos: el primero que “el Derecho divino, que procede de la Gracia, no anula el Derecho humano, que procede de la razón natural”, y el segundo que “aquellas cosas que son naturales al hombre ni se le quitan, ni se le dan por el pecado”. Al igual que el principio de que “credere voluntatis est”, lo que aplicado al nuevo mundo impide la evangelización por la fuerza.
Al derecho de Gentes, por estar entre el Natural y el Civil, le pertenecen la división de la propiedad, las causas de guerra justa y la división de la Humanidad en pueblos (Thomas; Summa theolog. I, 96; II-II, 57 y 66 1-2. Citado en pág. 38 de Carro, Venancio Diego, La “communitas orbis” y las rutas del derecho internacional según Francisco de Vitoria, Padres Dominicos, Santander, 1962…). De modo que el Papa no tiene poder ni directo ni indirecto sobre los asuntos temporales.
El Derecho “internacional” quedará bajo el Derecho de Gentes como positivo civil (lo que en el ejercicio se determina por el poder del ejército, como sostiene Baltasar de Ayala); de modo que si una nación o príncipe no los cumple surge el derechos de rebelión, de asilo, de emigración o el de intervención. Así dice el padre Venancio Carro: “Vitoria se encontró con hechos consumados, y hasta con soluciones reputadas como justas y humanas. Esto no le impide replantear la cuestión” (Ibídem, pág. 60). Es decir, veinte años antes de que el P. Vitoria expusiera su Relectio Hernán Cortes se alía con los indios Cempoala y Tlaxcala contra la tiranía azteca mediante pactos en los que se muestra un consumado maestro, unos hechos que “ya estaban justificados desde el plano de la razón práctica” (Julio G. Martínez Martínez, Algo sobre Hernán Cortés y los “justos títulos” del p. Francisco de Vitoria, Primer volumen de Actas del Congreso sobre Hernán Cortés y su tiempo, Guadalupe, México. Editora Regional de Extremadura, Mérida 1987).
Estos derechos de gentes se exponen en las relecciones De indis como justos títulos; sucintamente y para ir al centro de la cuestión, que tiene que ver con la capacidad de determinación de los fenómenos reales como conexión entre los sujetos (ver en nuestra Introducción la Clasificación de los fenómenos), se establece en su título primero el derecho “a recorrer aquellas provincias y comerciar…. Y si residen y nacen allí, tendrán sus mismos derechos”, siempre que no se cause daño. Concluyendo en que “este es el primer título, por el que los españoles pudieron (en pasado) ocupar las provincias y principados de los barbaros”.
El segundo título justifica la guerra defensiva en la medida en que se les ataque en el ejercicio de la comunicación y el comercio; llegando a deponer a sus caciques y príncipes (tratando siempre en igualdad a indios y reinos cristianos).
Los títulos quinto, sexto y séptimo vienen por vía natural, en el título sexto dice Vitoria que toda nación puede elegir a sus gobernantes, cambiarlos o asociarse con otros pueblos, bastando con el acuerdo de la mayoría. En el título séptimo la nación puede defender “las causas de los asociados y amigos”, puntualizando el Padre Carro: “Así nace la alianza de los españoles con los Tlascala “para luchar contras los mexicas” (Carro, Venancio Diego, La “communitas orbis” y las rutas del derecho internacional según Francisco de Vitoria”, Padres Dominicos, Santander 1962, pág. 88).
Los deberes como fuente del derecho de intervención aparecen en su título quinto donde dice “otro de los títulos legítimos puede provenir por la tiranía de los mismos señores de los bárbaros y por sus leyes inhumanas y tiránicas en perjuicio de los inocentes ciudadanos y súbditos, como el sacrificio de hombres inocentes ante los falsos dioses y el asesinato de otros para comer sus carnes” (Ibídem, pág. 89).
El segundo título para intervenir es el derecho y el deber de propagar la religión católica; título de doble base natural y sobrenatural, luego los indios son libres de creer o no; pero no permitirlo es causa de guerra.
El tercer título es consecuencia de éste: “Si algunos de los bárbaros se convierten al cristianismo, y sus príncipes quieren, por la fuerza y el miedo, volverlos a la idolatría, pueden, por este motivo, los españoles declararles la guerra, si no resta ya otro medio”.
A la vía natural (causada por el Dios creador) se pertenece por naturaleza, y a la vía sobrenatural (Dios redentor) por la Gracia. Los dos son independientes y soberanos en su orden. De ahí que en el título sexto diga que “Una vez convertidos el Papa les puede dar un príncipe cristiano”.
Ahora bien, en las exposiciones de Filosofía del Derecho al uso, sigue dándose cierta ambigüedad en la medida en que están presos de otros modelos (principalmente el modelo III); por ejemplo, nos encontramos conclusiones sobre la segunda escolástica en que después de reconocer que la “consecuencia de la idea de orbe y de un derecho de gentes natural y positivo de alcance ecuménico, es el reconocimiento de la personalidad jurídica-internacional de las comunidades políticas no-cristianas. El dominio no depende de un título religioso, sino simplemente jurídico-natural. Por otra parte, hay un derecho fundamental de libre comunicación entre los pueblos (Ius Comunicationis), al que no cabe sustraerse sin causa justa, y puede imponerse por la fuerza” (Antonio Truyol y Serra, Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado, Alianza Universidad, Textos, Madrid 1975), se interpreta la conquista en función de la incapacidad de los indios para gobernarse (idea de tutelaje), contradiciendo la plena personalidad jurídica que anteriormente se les había concedido. Como si fuera una mera escusa formal y no se hubiera recogido como hemos visto sus derechos y costumbres, el derecho consuetudinario, sus tierras comunales y no se hubieran hecho y cumplido los pactos. Lo que no se puede confundir con servicios a la Corona y necesidades del sistema productivo que repercutirán en todo el imperio.
Domingo de Soto tenderá a incluir el Derecho de Gentes en el Derecho positivo: “El derecho de gentes se distingue del derecho natural y se halla comprendido en el derecho positivo” (Domingo de Soto, De justitia et Jure, libro III, q. 1, art. 3); aunque con fray Luis de León admite que pueda deducirse de los principios del derecho natural. Y es que Fray Luis entiende que no hay que considerar la naturaleza humana en puridad sino condicionada por unas circunstancias (lo que Grocio luego entiende y difunde por Europa en términos de la voluntad de los ciudadanos).
Pero si estas son las primeras formulaciones de unos “derechos humanos” que se están desarrollando de hecho, lo mismo podemos decir respecto al poder del pueblo o la república, la democracia directa.
Molina sostiene que el pueblo transfiere sólo el ejercicio del poder, no la titularidad. Suárez entiende que el pueblo retiene el poder in habitu (dentro de la costumbre, como es habitual). Para Menchaca el bien de los súbditos puede llevar a retirar al príncipe sus poderes o darle muerte. El Rey queda subordinado al reino, y así se enfrenta al despotismo de la autoridad de Maquiavelo o Hobbes (José María Serrano, “Ideas políticas de Fernando Vázquez de Menchaca”, Revista de Estudios Políticos, n° 206-207, 1976). Para Menchaca, que en 1563 es elegido jurista para el Concilio de Trento y defiende con éxito al Rey de España frente al de Francia en 1563, el Derecho Natural es la razón humana y es quien limita el poder del Príncipe. La edición en repetidas ocasiones en toda Europa de su Controversiarum Illustrium Aliarumque Usu Frecuentium de 1563, que como seglar plantea enfoques distintos a los de la Escuela de Salamanca, le titularía creador del “Derecho natural laico”, aunque está en un punto intermedio.
Será con el Padre Mariana y con Suárez cómo la idea de delegación del poder popular, el tiranicidio o la idea de pacto social se desarrollan; así dirá Suarez en De opere sex dierum (5.7.11) que los hombres ya formaban comunidades políticas en estado de inocencia (antes del pecado), su estructura se da por el consenso, “pacto o convenio” entre el rey y el reino (F. Suárez, De legibus, 3, 4, 5), aunque luego la transferencia del poder al soberano sea irreversible (salvo tiranía o usurpación, precisamente los dos casos que se dan en el siglo XIX hispano). Estas conexiones entre derecho indiano y su fundamentación en Suárez aparecen en otros lugares: en el Libro sexto del De legibus explica cómo una ley puede no cumplirse aún sin haber sido derogada por el soberano (el “acato pero no cumplo”) por inútil, injusta o invalidada por los hechos; o en el libro séptimo la consideración de la costumbre –ley no-escrita– como factor jurídico si tiene el consentimiento del pueblo (el derecho consuetudinario indígena en América).
Estos principios son los que se enseñan en las universidades y escuelas americanas, por lo que creemos que el De legibus y la Defensio Fidei (3,2,20 especialmente) pueden considerarse el fundamento jurídico del movimiento de emancipación, cuya influencia inmediata está en Antonio de León Pinelo (Tratado de las confirmaciones reales Madrid, 1630). Una tesis demostrada entre otros por M. Giménez Fernández en Las doctrinas populistas en la independencia de Hispanoamérica, Sevilla, 1947), García Gallo en “El derecho indiano y la independencia de América” (Revista de Estudios Políticos, Madrid, n° 50, 1951) o Roca en La doctrina suareciana en la independencia de América y otros ensayos (Montevideo 1979). Para Suárez el Derecho Positivo es la adaptación de la ley natural a la realidad social. El pacto social es de unión en sociedad y de sujeción de la comunidad al bien común. Esta sociedad tiene una unidad de orden: el cuerpo político o corpus politicum mysticum. Aunque el poder sea transferido absolutamente si degenera en tiranía y justifica su resistencia, bien si es usurpador, como un invasor o si es injusto, en orden a su destronamiento o ejecución. En general, el monarca una vez instituido, está por encima de la comunidad, aunque vinculado a sus propias leyes. En el Libro II, capít. XIX de De legibus sostendrá Suárez que dada la necesidad del comercio y el trato con otros Estados se puede hablar de una comunidad internacional, destacando el derecho de gentes positivo. Diferenciando derecho de gentes “inter se” (entre Estados) y “intra se” que es privado. Un “ius gentium” positivo que no está establecido por ley escrita, pero sí está en las costumbres de casi todas las naciones (lo que el derecho indiano recogerá de las tradiciones indígenas).
Hay que hacer constar las múltiples conexiones entre las tesis de Suárez y los dos Tratados sobre el gobierno Civil de John Locke, no sólo por “la existencia de una ley moral natural promulgada por Dios, la libertad e igualdad natural de todos los hombres, que, por consiguiente, el depositario del poder político o poder legislativo es el pueblo o la “comunidad”, y que ésta lo transfiere a un gobernante bajo las condiciones de un contrato, contrato que puede romper en caso de que lo aplique tiránicamente”, sino en la literalidad de sus términos; aquello por lo que los absolutistas acusaban a los Whigs de ser “jesuitas disfrazados” (Francisco T. Baciero Ruiz, “Francisco Suárez como gozne entre la filosofía política medieval y John Locke”, Pensamiento Político, 01. Indd, 273)
Con Rodrigo de Arriaga se acentúa el consentimiento de la comunidad para el poder del príncipe y el del Estado en el derecho internacional, acercándole al positivismo.
Podríamos concluir sobre la cuestión, que como luego entenderá Jovellanos, el Estado es un “corpus místicum”, una entidad inalterable que la Providencia les confía a los reyes. Las bases son las instituciones de cada reino y sus leyes propias (desde la estructura de 1479). Suárez o Saavedra Fajardo entenderán la irreversibilidad del poder una vez pactado con el pueblo como Monarquía “templada” (acorde con el tacitismo) con la estructura “federativa” de los reinos.
A.2. Coordinación de unidades isológicas desde redes sinalógicas (reinos o provincias)
Los dos siglos posteriores vamos a entenderlos como la multiplicación del modelo a escala continental, en la medida que implica una coordinación interna tejida desde el comercio por el monopolio como una red de ciudades en la medida en que van cristalizando instituciones comunes (principalmente el español criollo y el catolicismo). Una idea de cristalización institucional que como una symploke se cruza de modo específico en los elementos “identitarios” de los súbditos y ciudadanos, es decir, la escala política al nivel de los Estados, luego independientes como repúblicas, y que constituye lo que se podría llamar una “nación histórica” (Gustavo Bueno, España no es un mito, Temas de hoy, Madrid 2005).
A nivel jurídico se suele entender que la dialéctica entre poder municipal y central (el de la Corona) acentuado en España ya en el siglo XV, en América se decanta a favor de la Corona cuando con Felipe II se enajenan los oficios públicos concejiles, y se adjudican en pública subasta a título de perpetuos y renunciables; pero esto no creemos que afecte esencialmente al proceso de formación del derecho indiano, tanto más cuanto que con la llamada guerra de sucesión, América sigue con otras partes de la Monarquía a los Borbones (que como en el caso de Navarra o las Vascongadas conservan sus privilegios), la quiebra de este régimen de poder empezará con las intendencias y su descoordinación con el libre comercio.
Las presiones sobre los reinos de indias serán constantes, el siglo XVII es el de los ataques de holandeses e ingleses a muchas ciudades americanas, retirándose inmediatamente después del ataque. Así Céspedes del Castillo se pregunta cómo pudieron permanecer indemnes en lo esencial “la defensa militar en el istmo de Panamá a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII”, donde el aumento de presión tributaria se reinvertía, como demanda general, en las defensas de los territorios y la armada. De igual modo Pierre Chaunu se extraña de que la emancipación no empezase en el siglo XVII cuando el poder español alcanzo su punto más bajo y ni siquiera haya el más mínimo intento de rebelión.
El siglo XVII que empieza con las guerras de fronteras en Europa y la peste en España es el siglo de la inmigración americana (aunque como demuestran las células de castigo muchos eran ilegales), donde se suceden las epidemias indígenas (1629, 1684), hay inundaciones y sequías. Será a partir de 1660 cuando se invierte la situación económica y se generaliza el tacitismo (según estudia Maravall), que inclinaba a “atenerse al plano natural de la experiencia” o aceptar la realidad como norma. Tanto en Sigüenza y Góngora como en Peralta y Barnuevo el “nuestra América” se perpetua como signo de arraigo, de modo que a finales del siglo XVI, se puede hablar de conciencia americana, por ejemplo, con el auge de la devoción guadalupana.
La evolución de los reinos indianos está dada desde la estructura que se divide en ciudades y sus relaciones, rodeados por las fronteras con los indios “salvajes”, en cuyo centro están las religiones; fronteras móviles de lo que también se consideraba propio. El criollo es adecuación, modificación entre lo hispano y lo autóctono, donde las provincias son distintas, cada virreinato tiene su producción y sus modos de vida, así como sus propios problemas; pero también está la “comunión espiritual” de la iglesia, la justicia, la administración, la defensa y el comercio, esto es, la “circulación cultural” que significa el Barroco (fenómeno Gongorista más importante en América que es España) y un comercio interno que equilibraba los precios y repartía la producción de unas provincias a otras de América en régimen de Monopolio.
Es la época del despegar de las ciudades, por ejemplo, con el tratamiento de aguas en México o Lima, o bien con su cerramiento defensivo, lo que acentúa su capacidad y su referencia como centros políticos y sociales. La patria empieza a existir en su modalidad propia, como unidad en su totalidad: Chile, Guatemala (aunque las jurisdicciones políticas, eclesiásticas o militares no coincidan), era una coexistencia del patriotismo propio con el común, pues se veía al poder supremo como mediador entre colisiones internas y dirigentes de las libertades.
En el siglo XVIII la población pasa de 7 millones en 1700 a 11´5 en 1800, sobre todo en la periferia. Es el siglo de la adecuación urbanística y ciudadana. En 1702 se fundan en Madrid con el Sacerdote Francisco Piquel los Montes de Piedad. El catastro lo inicia Fernando VI. Nacen las academias de la lengua en 1714, de medicina 1734, de Historia 1735, de farmacia 1737. Las relaciones internas se reordenan con la paz de Utrecht (Patiño, y luego con Fernando VI, Carvajal y Ensenada)
Las presiones de los distintos Imperios se acentúan produciéndose expulsiones de los ingleses durante todo el siglo: en 1739-48 de Vernan en la Guaira y Cartagena; en 1739 de Venezuela y en 1740 de Cartagena. Son significativas las avalanchas contra Cartagena en 1741, La Habana en 1762 y la isla, en 1779 sobre el fuerte de Omoa, o en 1782 en Nicaragua. Céspedes del Castillo se pregunta cómo pudieron permanecer indemnes en lo esencial: “la defensa militar en el istmo de panamá a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII” (G. Céspedes del Castillo, Anuario de estados americanos, t. IX, Sevilla 1952) donde el aumento de presión tributaria se reinvertía como demanda general en las defensas de los territorios y la armada.
B.1. Disolución del Imperio: acumulación de unidades isológicas (en pluriarquía) sobre la totalidad y el regressus a los cabildos
Es evidente que estos procesos de conjugación y reordenación en repúblicas están catalizados en la dialéctica con el exterior, por ejemplo, con la idea de nación política francesa, pero también es evidente la modificación propiamente liberal que sufre en España y América esa idea (con Cádiz) y que surge precisamente en dialéctica con el Imperio francés e inglés. De modo que partimos de la dialéctica entre Imperios técnica y nematológica, sabiendo que la resolución del proceso de descuartizamiento del Imperio hispánico sólo se puede explicar haciendo pie en su estructura interna.
1. Introducción: Criterios para el análisis de los procesos emancipatorios (estática)
Ofrecemos una clasificación de los elementos, posiciones o factores en que cabe desgranar la complejísima trama que supone el despiece del Imperio español en las naciones modernas; clasificación que en su desarrollo procesual nos permitirá entender el papel que cada uno de estos factores tiene respecto a aquellos otros con los que está en conflicto, un conflicto que supone la infamia, la guerra y la muerte.
Expondremos brevemente los motivos que nos llevan a escoger cuatro criterios para el análisis de los procesos emancipatorios. La importancia de un cuadro clasificatorio de las posiciones fundamentales que intervienen en estos procesos deriva antes de la multitud de ideas que caben postular al efecto que de su inexistencia. En efecto, ¿Qué nudos cabe soltar sin que se desmadeje el proceso y cuales son imprescindibles? Los candidatos ofrecen títulos de gran importancia, como catolicismo/a-confesionalismo, libertad (de opinión o de imprenta)/inquisición, emancipación de los pueblos indígenas/opresión colonialista, ilustración frente a tradición, centralismo frente a federalismo, militarismo frente a comicios o incluso derechas frente a izquierdas.
La cuestión es que, si no se pueden escoger todos, por incompatibilidad, ni más de cinco o seis por inviabilidad de conjugación, y estando condicionados en todo momento por la rigidez –estatismo– de una tabla en materia histórica, los criterios tienen que poderse coordinar de modo que permitan una lectura histórica, por lo menos direccional-indicativa, si empezamos la exposición de arriba abajo y de izquierda a derecha.
Desde el modelo IV en que nos situamos recogemos aquellas tesis historiográficas donde la vinculación de la identidad de América está ligada interna pero dialécticamente a la identidad de España; una parte central de este proceso es el de las fracturas que tienen que ver con aquellos modos de la identidad a nivel político, que por tanto no agotan otros modos de identidad, aquellos que “paradójicamente” resultan de esta ruptura, como por ejemplo la lingüística, pues de tres millones aproximadamente de hablantes del español que había antes de las emancipaciones se pasa a cuatrocientos cincuenta millones después de dos siglos de independencia.
Lo que nos proponemos es dar con los criterios que entiendan la formación de las 20 repúblicas y España como Estados nación en un mismo proceso; de modo que sea capaz de incorporar los aspectos reales que en las explicaciones sobre el mismo se exponen desde el modelo I (indigenista), el modelo II (católico) y el Modelo III (Ilustrado). Ya que si desde estos modelos cada uno en cierta forma “hipostasia” los términos bien por su enfrentamiento bien porque quedan negados en su relación mutua (el modelo III explica las independencias por factores ajenos a España y América, por ejemplo a partir de la influencia ilustrada francesa o inglesa), el modelo IV en el que nos movemos ahora se caracteriza porque aun suponiendo aspectos reales de los otros modelos, los coordina según el movimiento posicional que los mismos actores se ven obligados a tomar según la secuencialidad de los acontecimientos, de modo que los factores que intervienen estructuralmente expliquen el cambio de posición de un mismo agente desde el principio del proceso al final en una dialéctica interna que permite incorporar factores ajenos o externos pero de un modo oblicuo o accidental, y siempre en la medida que lo permiten o exigen unas líneas básicas que vienen de sus instituciones y su tradición común, pero que no están predeterminadas unidireccionalmente –programadas– como querría el modelo I del indigenismo sobreviviente, el Modelo II del catolicismo imperial, o por qué obedece a líneas de la realidad ajenas al proceso del modelo III.
Los criterios que hemos creído ver actuando como ejes de fuerza que obligan a tomar posición a los actores según las circunstancias y que en nuestro trabajo secuenciaremos siguiendo las líneas historiográficas que van en este sentido, son derivadas, o estarían en conexión con las estructuras que forman la idea de Estado y las nematologías que lo recubren, principalmente en lo que concierne al eje semántico según su capa conjuntiva, basal o cortical, y su eje pragmático, según la dirección de fuerza ascendente o descendente que se ejerce respecto al poder del Estado. El objetivo es que la clasificación de posiciones aún estática, permita indicar fases de su desarrollo desde el principio hasta sus últimas consecuencias.
El primer criterio que parece indispensable suponer es el que desde la capa conjuntiva atribuye la soberanía al monarca según se ha entendido en el ejercicio absolutista del poder, en la medida en que integra las ramas ejecutiva, legislativa y judicial, de aquellas otras formas que suponen la holización del antiguo régimen estamental a partir de las cuales la soberanía se atribuye a la nación que a través de la constitución se da las leyes a sí misma en la medida en que parte de la división de poderes, o tiende a ella. Se trata del choque entre las nematologías ortogramáticas del antiguo y del nuevo régimen.
En segundo lugar, también parece necesario distinguir aquellas posiciones políticas que tienen como radio de acción el territorio de un Imperio según la capa basal o por el contrario se reducen al ámbito jurisdiccional de un Estado nación.
En efecto si el primer criterio va restringiendo el absolutismo monárquico hacia formas de Monarquía constitucional o puramente republicanas según avanza el siglo XIX, en este segundo criterio se introduce la transformación o fragmentación del Imperio monárquico (unitario) que se desarrolla en los tres siglos anteriores y que después de estos procesos no se volverá a recuperar, generándose la veintena de Estados-nación que van proclamando su independencia. Lo que afecta del mismo modo a la España peninsular, la metrópolis.
Por este motivo introducimos un tercer criterio, que aunque no parece tan evidente, lo creemos indispensable para diferenciar aquellas posiciones que a través de la capa cortical se sitúan en el territorio peninsular, bien por albergar a la Corte o a las Cortes, como centros “orgánicos”, totales y propios, de aquellos centros que parten de escalas parciales o modulares, como las partes del Imperio napoleónico, las provincias o reinos del Imperio, los cabildos “independientes” o incluso municipalidades que se declaran independientes del resto (que hay muchas).
La importancia de este eje se demuestra por cuanto hay absolutismos que no pasan por los centros orgánicos tradicionales, sino que se sustentan en el ejército francés del reinado de José I, u otras que se entienden fundadas en sus “partes formales”, bien porque no creen que exista ya España como las juntas americanas de supervivencia, bien porque la consideran afrancesada como el Grito de Dolores o bien porque se ha desplazado al rey, caso de ofrecimientos monárquicos en la Plata o en el Plan de Iguala. Del mismo modo, y para poner otros ejemplos, pasa con su cruce con la idea de Imperio, pues o bien nos situamos en Imperios enfrentados al español, caso del napoleónico, caso del bolivariano, o bien a otros como el mexicano. No digamos ya cuando las posiciones se toman con base en los todos distributivos capitulares o provinciales ya independientes encaminados a su consolidación “nacional”, como ocurre con la española.
Ahora bien, este criterio des-configuraría todo el modelo IV si no se hicieran una serie de precisiones fundamentales:
1. España no se puede confundir con el centro orgánico (el esquema metrópolis-colonias) sino que es considerada aquí como los reinos peninsulares y no como algo distinto de los reinos o provincias americanas. Tanto es así que la llamada guerra de independencia española hay que entenderla como la guerra de las partes peninsulares del Imperio contra Napoleón, a quién el rey felón ha entregado la soberanía.
2. Así considerada la parte peninsular del Imperio no existe de 1810 a 1814 más que en la Isla de León, pues el rey es parte del Imperio francés. Y así se percibe desde las otras partes del Imperio hispánico.
3. Es una dicotomía reinos peninsulares/no-peninsulares que sólo tiene sentido al cruzarse con la más amplia Imperio centralizado/ Imperio plural o descentralizado; es decir, este cuadro está hecho desde su cruce con las ideas de unidad del Imperio (U1) y (U2), frente a las ideas de unidad (U3) y (U4) que desarrollaremos en el próximo apartado, y que se podrían identificar con los criterios descendentes (las dos primeras) y ascendentes (las dos últimas). Cruce que está pensado contra la idea de que toda declaración de “independencia” se hace contra España (tesis del modelo III), lo que ha dificultado completamente la comprensión de las mismas, y por ello será necesario explicar en cada parte qué significa “independencia”, pues unas veces lo es del entreguismo godoysta, otras de la unidad liberal, o bien de la Casa Real, si no del virreinato vecino, o se declara la independencia de la capital del virreinato, o sencillamente del resto de municipios; pues cuando se toma el poder en algún punto se hace desde la parte, que se significa respecto al todo. Sólo se pierde la visión de unidad, de conjunto, a partir de la segunda mitad de los años veinte –si es que se ha perdido alguna vez-, es decir, seis años en que la totalidad era América y Cádiz, y diecisiete años de luchas después de transferida la Monarquía por secuestro y ocupación de la península.
Por último creemos indispensable, dado el carácter político de la guerra, ya se entienda de independencia española, revolucionaria liberal, emancipatoria americana o civil, tener en cuenta el vector de fuerzas respecto a la toma del poder del Estado, esto es, su ejercicio en dirección descendente desde una “supuesta” línea de legalidad o ejercicio ejecutivo, o bien en dirección ascendente, poniendo en cuestión esa legalidad y buscando su destrucción en la medida en que consiga la toma del Estado o su derogación y sustitución por otra. Ascendentes parecen ser las juntas en España y América pero también el levantamiento de Hidalgo, el “vivan las cadenas” o el pronunciamiento de Riego inmediatamente anterior. Y este problema, el de la “legalidad” va a ser fundamental para el movimiento de posiciones, pues según se conteste a la pregunta ¿cuál es el legítimo soberano en 1810? Tendremos unas posiciones, pero si hacemos la pregunta en 1812 las posiciones serán distintas, igual que en 1814, 1820 o 1823.
Será a partir de 1830, cuando el progressus hacia la totalidad sea inviable, cuando se empiecen a formar poco a poco y a través de infinidad de contiendas, las naciones-estado, pero no desde cero, sino a partir de las partes formales del Imperio, sean de virreinatos, audiencias o capitanías generales.
Junto al problema de los criterios cabe discutir la inserción en las casillas de un caso u otro, a tal efecto nos atenemos a los estudios historiográficos pertinentes.
Posiciones básicas en los procesos de disolución del Imperio
2. Los procesos objetivos por encima de la voluntad individual (ejemplos habituales de personajes históricos en transición):
Ofrecemos algunos casos de aquellos individuos históricos que fueron engullidos por la dinámica pluri-causal de acontecimientos que desbordaron sus proyectos de modo trágico la mayoría de las veces, para mostrar como la estructura objetiva que explica los sucesos nunca es abarcada de modo interno –emic–, ni mucho menos manejada, y no tanto por el caos o anarquía reinante sino antes bien por la fuerza de determinadas ideas que sólo cabe ver una vez acabado el proceso, y que actúan a través de los sujetos (que son los operadores) y reiteradamente en según qué fases y según qué niveles del conflicto. Son grandes personajes de indudable fuerza y capacidad que ven como sus proyectos van quedando fuera de juego, anulados, periclitados, neutralizados por la fuerza de las cosas mismas.
La problemática es tal que muchas veces impedirá que el mismo sujeto sea capaz de ver clara su posición, siempre “infecta”, lo que se traducirá en las fluctuaciones de la historiografía sobre el personaje. Un bagaje que a muchos de ellos les obliga a justificarse, o simplemente a aclararse, escribiendo memorias de los acontecido.
Las dificultades para entender la posición de José Abascal, uno de los “actores” más contumaces y brillantes, creemos que responde a este problema; la historiografía peruana sobre Abascal desde Vicuña Mackenna lo entenderá como opuesto a la independencia, otros como José Antonio de Lavalle le entiende fluctuando entre el fidelismo y la tentación de convertirse en rey del Perú. En la Escuela de Estudios hispano-americanos se edita en 1944 una monografía sobre Abascal por Vicente Rodríguez Casado y José Antonio Calderón destacando la idea de Abascal como artífice del mantenimiento de la unidad de las Españas, la europea y la americana, que entendía Abascal ya debilitada por “los vicios borbónicos que quitaron poder al virrey en favor de visitadores generales y superintendentes”, con peor efecto aún en las reformas liberales (lo que nosotros vemos como Monarquía pluralista contra Monarquía unitarista y liberalismo unitarista), y que conduce en el Perú de 1809 a las elecciones de representantes a cortes garantizando el aprendizaje del liberalismo “subversivo”, de modo que la constitución doceañista debilita el poder de Abascal obligándole a acatar el liberalismo hispano.
Otro caso especial es el de Fray Servando Teresa de Mier, quien sostendrá en medio de la contienda: “Que la suelten (se refiere a la independencia) y verán a los americanos constituirse en una paz octaviana” (pronóstico más garrafal no cabe); echando la culpa a los liberales: “En fin ese congreso de Cádiz, que no es nacional ni constitucional, arrollando la constitución no menos de España que de Indias, ha abolido ambos consejos y de un golpe destruido el pacto, los derechos, la legislación de Indias, y destrozado su magna carta, para qué en todo estén sujetas a España”; Mier pasa de monárquico a “federalista” en su estancia estadounidense, modelo que considera la salvación de México: “!Mexicanos –exclamaba– del norte nos ha de venir el remedio” (otro pronóstico no menos errado). Así reacciona contra el monarquismo de Iturbide con una Memoria político-instructiva en que defiende el republicanismo, explicando a los diputados que uno es representante de su comunidad, pero al llegar al Congreso constituyente, sólo representa a la nación (lo que los liberales de Cádiz veían imposible casar con el federalismo).
El caso de Bolívar y sus cambios en la idea estructural de la República o la unidad hispano-americana son evidentes, desde las posiciones federales del Primer Congreso de Venezuela (2 de Marzo de 1811), a su progresivo centralismo plenipotenciario (llegando a nombrarse Cesar) que ultimó en 1819 con el Congreso de Angostura (el 17 de diciembre República de Colombia –Venezuela, Cundinamarca y Quito) y el 22 de Junio de 1826 en el Congreso Anfictiónico de Panamá.
La adaptación a las “circunstancias” sin que esto signifique una “traición a sus principios” es la norma. Es el caso de Manuel Lorenzo de Vidaurre, cuya intención inicial era mantenerse dentro de la Monarquía hispánica en su Plan de las Américas (entregado al ministro de Gracia y Justicia de la Regencia en 1810), con la figura de un protector del reino que asesorara al virrey y demás instituciones, en 1812 celebrará la constitución de Cádiz, rechazando las revoluciones de los hermanos José y Vicente Angulo (1814) con el brigadier indio García Pumechua en Cuzco (Víctor Peralta Ruíz, “Ilustración y lenguaje político en la crisis del mundo hispánico”, Nuevo Mundo Mundos nuevos, n° 7, 2007). Terminando como presidente del consejo constituyente del Perú (4 de agosto de 1827) y de la Corte suprema.
Ejemplos de doceañistas americanos u oficiales de los ejércitos españoles contra Napoleón que luego tienen un claro papel en los gobiernos de las repúblicas hay abundantísimos y muy significativos: Morales Duárez, el General Lavalle, Pio Tristán, Pedro Antonio Olañeta &c.
¿Quién no piensa en las dificultades propias (o de sus conciudadanos) para entender la posición por otro lado determinante en la cuestión nematológica de José María Blanco White?
Por ello creemos que estos “operadores” hay que situarlos en la dialéctica pluricausal que configura el proceso desde una perspectiva “etic”, pues como se ve, de la estabilidad de la primera cuadrícula a la de la última, la trama se desarrolla a través de las juntas.
La pregunta es ¿cuál es el Todo y cuál sus partes? En América los virreyes que detentan el poder, suponen al gobierno francés ocupador; las primeras juntas se levantan contra Godoy por traición, pero es que Fernando VII ha entregado el reino sin convocar a Cortes; pero las segundas juntas en España y la convocatoria a cortes reniegan del pasado monárquico, lo que obliga a no reconocerlas por las segundas juntas americanas que entienden la regencia como traición según decía la anterior suprema de Sevilla; de modo que las independencias son obligadas ante la España perdida; de igual modo que es obligado la reacción virreinal ante la ruptura del reino y sus provincias; cómo ocurre esto es lo que ahora trataremos de ver.
B.1. Disolución del Imperio: acumulación de unidades isológicas (en pluriarquía) sobre la totalidad y el regressus a los cabildos
(I). La pluriarquía. Criterios para un análisis de los procesos emancipatorios desde los cuatro modelos de unidad del Imperio
Comenzamos una parte nuclear de nuestro ensayo moviéndonos en el terreno de las metodologías α2-II, para en una segunda parte incidir con la suficiencia mínima que requiere la escala de este estudio, en los principales hechos que bajo estos criterios nos permiten entender los procesos de desmembración de la Monarquía hispánica desde metodologías β1-I y β1-II.
Vamos a ver cómo los diferentes modos de entender la causa de la independencia suponen de algún modo el choque entre cuatro modelos de unidad (que se reproducen en los diferentes niveles de conflicto), de tal modo que se genera una pluriarquía (identificada como anarquía de modo emic) que se resolverá en función de aquellas unidades capaces de restablecer el tejido social, económico y político: las ciudades con sedes capitulares principalmente.
Ideas de unidad del Imperio
Modelos de unidad para el Imperio que quedarán neutralizados mutuamente:
(U0) Centralismo francés (entreguismo de los afrancesados, virreyes y autoridades godoystas)
Fundamento de la soberanía en el Rey José I (como parte del Imperio Napoleónico)
(U1) Centralismo monárquico borbónico (la regencia y Fernando VII)
Fundamento de la soberanía en la Casa Real
(U2) Centralismo liberal (Constitución de Cádiz)
Fundamento en la Nación y sus provincias americanas con sede (a menor escala)
(U3) Monarquía pluri-reinal (los Austrias y las ciudades americanas sin sede)
Idea de las Juntas en general
Fundamento en las cortes medievales y los cabildos que delegan.
(U4) Liberalismo pluri-estatal (doceañistas americanos)
Fundamento en los pueblos soberanos (posiciones federalistas)
Hemos introducido esta clasificación de modo abrupto como modo de analizar la bibliografía que gravita alrededor de este modelo IV, y a partir de ella, en el siguiente epígrafe, analizar los acontecimientos con un mínimo de claridad conceptual, pues como veremos su complejidad requiere tenerla presente desde un principio.
Esta clasificación no es enteramente novedosa, después de elaborada hemos encontrado tesis parecidas hechas desde otros presupuestos que sin embargo creemos poder re-interpretar desde los nuestros. Una ordenación parecida en el modo de tipos ideales dentro de la idea de historia de los conceptos, es la establecida por Javier Fernández Sebastián cuando distingue cuatro concepciones de la comunidad política española entre el Antiguo Régimen y la Revolución liberal, pero circunscritas a lo que pasa en la península y eludiendo el problema americano (por sus particularidades –dice-), así señala la Monarquía compuesta tradicional (que denominamos U3), la Monarquía nacional borbónica (U1), la nación española de 1812 (U2) y la nación romántica de principios del siglo XIX (U4); se diferencia de las nuestras en que son tratadas desde tesis propias del modelo III, pues de “la arraigada cultura política –católica y particularista– de las Españas, actuando como límite y horizonte hermenéutico”se pasa a “una nueva España políticamente unitaria (integrada ya por súbditos –versión absolutista ilustrada–, ya por ciudadanos” –versión liberal– (J. Fernández Sebastián, “España, Monarquía y nación: cuatro concepciones de la comunidad política española entre el antiguo régimen y la Revolución liberal”, Studia histórica, Historia contemporánea, n° 12, 1994, pág. 1). En todo caso se puede advertir como lo nuevo viene de fuera y lo malo es tradicional y propio.
Estos cuatro (en realidad cinco) tipos de unidad para el historiador que no esté acostumbrado a tablas, matrices o productos lógicos le parecerá simplificador. Sin embargo creemos que la confusión está en el nivel emic (interno al sujeto operatorio) y no en el etic, pues la simplicidad de la clasificación que se ofrece se complica cuando hay que verla apareciendo enfrentadas (en symploké) en los distintos niveles del conflicto, ya sea al nivel del conjunto del Imperio, ya sea en cada provincia o unas respecto a otras, o bien porque en cada cabildo aparece bajo distintos aspectos, pues como veremos esquemáticamente la aparición y la fuerza de cada uno de ellos imposibilita lo que todos quieren pero de distinta forma, a saber, la unidad del conjunto. No hay que olvidar que tal pluriarquía será fomentada y “tutelada” por Inglaterra bajo su necesidad de abrir nuevos mercados para su creciente producción industrial y financiera.
De hecho esta clasificación la hemos visto en Jaime Rodríguez cuando habla de las provincias unidas de Sudamérica en 1816 (con su segundo congreso constituyente), cuando se dividen en liberales, monárquicos, unitaristas y federalistas, e incluso algunos pro-monárquicos franceses (J. Rodríguez, “Fronteras y conflictos en la creación de las nuevas naciones en Iberoamérica”, Circunstancia, año III, n° 9, 2006), aunque por desgracia no la emplea sistemáticamente en otros órdenes del conflicto.
La complejidad de este proceso ha requerido sistematizar los modos de entender la totalidad del mismo (los cuatro modelos que hemos expuesto), en los diferentes capítulos de este ensayo; nosotros precisamente nos mantendremos en la dialéctica entre la metodología α2-II, como marco estructural del contexto envolvente al que se progresa, sin rebasar el plano β1-II, secuencial fenoménico en que regresa la pluri-causalidad de las operaciones (de modo que aunque resulte reiterativo pondremos entre corchetes la ida de unidad que creemos está funcionando al hilo de los acontecimientos).
Las exposiciones histórico-fenoménicas de los “hechos” no suelen incidir en los criterios sistemáticamente aunque se aluda a ellos de algún modo: “Desde este punto de vista, el derrumbe de la Monarquía hispánica no fue causado por los movimientos separatistas, sino por una aglomeración de causas variadas, de largo y corto plazo, estructural y causal, antes de 1809-10” (Hamnett, Brian, Modelos y tendencias de interpretación de las independencias americanas, pág, 24 de Las independencias iberoamericanas ¿un proceso imaginado?, Juan Bosco Amores Carredano (ed.), Servicio Editorial de la Universidad del País Vasco, Guipúzcoa 2009)
Es corriente aludir a criterios generales para entender los acontecimientos; por ejemplo, otro destacado historiador como Roberto Breña pone como variables del proceso que va de la Batalla de Bailen (1808) a la de Tumusla de 1825, la oposición tradicionalismo-reformismo (o Monarquismo-republicanismo) junto al de Metrópolis-Colonias (R. Breña, “El primer liberalismo español y la emancipación de América: tradición y reforma”, Revista de Estudios Políticos, n° 121, 2003). El ajuste que haríamos de estos “criterios” sería el siguiente. No se puede confundir centralismo con metrópolis y colonia con el pluralismo si no es desde categorías del modelo III que están funcionando de modo interno (emic), pero es que estas visiones internas son rectificadas inmediatamente, una en la constitución de Bayona y otra en la Junta Central (cuando el término colonia es automáticamente “corregido”); el centralismo es importante por cuanto se ensaya desde diferentes provincias americanas (mirando al total), igual que en España hubo oposición a la Junta central y luego a la idea de Nación republicana con el carlismo o el cantonalismo (de hecho todavía hoy funcionan los nacionalismos periféricos). Tampoco hay que confundir tradicionalismo con monarquismo y reformismo con republicanismo, pues reformistas eran los Borbones y muchos republicanos (como hace notar el propio Breña) lo eran para conservar sus privilegios. De hecho antes que de “centralismo”, para no confundir la idea con el territorio (cabildo de Cádiz que acoge el congreso constituyente con propuestas para ser trasladado a América) habría que hablar de “concentración” del poder, en la idea de revolución como holización, la que elimina los grupos y formas de poder ajenas al Estado central (por ejemplo los tres estados o brazos ligados a los territorios).{2}
En todo caso Breña no aplica sus criterios sistemáticamente, más bien sigue una idea que es casi una constante: que el proceso de autonomía fue una “errática sucesión de hechos políticos y militares”, “se caracterizó por vaivenes que hacían el desenlace imprevisible”, y por ello hay una “indeterminación o ambigüedad,…, característica del pensamiento político americano” (Breña, Roberto, Ideologías, ideas y práctica política durante la emancipación de América: panorama del caso novohispano”, Historia y Política, n° 11, pág. 10). Esto trata de explicarlo, distinguiendo el “constitucionalismo histórico” peninsular que será la “carta magna” americana, de la idea de Monarquía plurinacional, que lleva a la defensa de la igualdad de representación en Cádiz (defendida por Servando Teresa de Mier, pero también por Humboldt, Burke o Blanco-White), y por tanto al desencanto del Pluralismo liberal de los diputados americanos con el centralismo liberal de Cádiz. Pero al mismo tiempo el problema se traslada a la propia América entre las capitales y las regiones de cada virreinato o capitanía general. Breña insiste en que la independencia mexicana fue una reacción al liberalismo (como Claudio Vélez) “para evitar verse obligada a aceptar la imposición de la constitución liberal de 1812”; sin embargo al verlo como occidental –o atlántico– se vuelve como hace Guerra al modelo III, entendiendo al Imperio como Colonial: es decir, como parte o episodio de la revolución institucional o constitucional que va de 1780 con la independencia estadounidense, a la francesa y continua la española (como si explicamos los cirios eléctricos de una catedral por el descubrimiento de la electricidad, cuando lo que hay que explicar son los cirios). Es decir, si con Anna cree que el estudio de las independencias es interno al Imperio español, con Guerra, Anthony Pagden o José Antonio Aguilar encuentra en el liberalismo la idea occidental. Desde estos presupuestos se entenderá que la dicotomía liberal/absolutista hay que desplazarla hacia la dualidad tradicionalismo/reformismo, el último determinado por la idea de “modernidad” (escrito con mayúsculas en Guerra), como una nueva auto-concepción del hombre (en lo que ya no le sigue Breña): el anclaje en la conciencia humana y en la influencia idealistas o “mágicas” de ciertos libros (según dice François López, Ilustración e independencia hispanoamericana” en Alberto Gil Novalis (ed.) homenaje a Noël salomón, Ilustración española e independencia de América, Barcelona, Universidad Autónoma de Barcelona, 1979, citado en pág. 83)
Pero lo que queremos resaltar de estas lecturas es que la España moderna no puede desvincularse de este proceso, “de hecho, la España contemporánea es un resultado más de esa crisis”, precisamente contra la idea de que las independencias son contra España (idea recurrente en el modelo III que parte de las naciones como “eternas” o preexistentes en la cultura del pueblo).
La caracterización “errática” de estos procesos hacen que “el destino político de un sin número de los líderes de las independencias sufrieran un desfase notable entre sus propuestas políticas y las realidades político-sociales que… tomaron sus respectivos países” (Ibídem, nota 13, pág. 15). Unos proyectos que fueron quedándose en “fuera de juego” o neutralizados por los acontecimientos. Por ello dirá Luis Villoro que en México “no consuma la independencia quienes la proclamaron sino sus antagonistas y, por último, con que el mismo partido revolucionario ocasiona la pérdida de los consumadores de la independencia” (Villoro, Luis, El proceso ideológico de la revolución de independencia, Biblioteca Jurídica Virtual). David Brading pone las causas de la fractura en el tradicionalismo novo hispano frente a la diputación liberal peninsular. Y la prueba es que el más independentista, Mier, en su Discurso de las Profecías de 1824 fracasa en el intento de evitar el federalismo extremo, como pasará en toda América por el principio tradicional de la soberanía de los pueblos.
Habrá que prestar especial atención a Cádiz como uno de los puntos críticos fundamentales, pues aparecen frente a frente el Liberalismo central (U2) y el liberalismo Pluralista (U4) de los diputados americanos, y todos ellos contra los llamados serviles (U1) (Varela Suanzes, J., Las Cortes de Cádiz: representación nacional y centralismo, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes)
La idea central de que los modos de unidad quedan desactivados por contradicción e imposibilitados al no vencer ninguno, responde y trata de explicar la idea común de que “son las “circunstancias”, las élites y sus intereses, las victorias y derrotas militares, la férrea voluntad de un puñado de hombres y los ideales de unos cuantos, lo que decidió en términos generales, el curso que siguió el proceso emancipador americano, así como su desenlace”…”reflejo de esa especie de empate entre diversas maneras de ver el mundo, o falta de consenso” (Breña, R., Ideologías, Ideas y práctica política durante la emancipación de América: panorama del caso novohispano”, Historia y política: Ideas, procesos y movimientos sociales, n° 11, 2004. Pág. 32)
Nosotros vamos a partir de que la idea clave del Regressus es la absorción de la soberanía por el pueblo (U3), primero de forma natural contra franceses y godoystas (U0, U1) y luego inducida por Cádiz (U2) contra las autoridades monárquicas en América (U1). La idea asunción de la soberanía como hemos tratados de fundamentar tiene precedentes en América según la tradición de suplencia municipalista (no como fundamento de la nación al modo idealista del modelo III), sino como ocurre en la primera revolución municipalista de Coro en 1533, o en 1806 cuando con ocasión de la toma de Buenos Aires por los ingleses en ausencia del virrey (marqués de Sobremonte) un cabildo abierto se pronuncia contra él y nombra jefe militar a Liniers, y luego al saber la rendición de Montevideo (donde se retiró el virrey) lo destituyó en 1807, siendo legalizado por Carlos IV. Pero hay más precedentes, podríamos citar el que se produce en Méjico cuando el duque de Escalona, virrey de origen Portugués, es depuesto en 1642 por un motín popular (por la posible traición a la Casa Real española en 1642), o en 1692 la asonada ante el virrey Gelves, que tuvo que renunciar, pero también en Mompox a principios del siglo XVII o Corrientes en 1761 bajo el principio de resistencia al tirano.
Ya dijimos que la idea de suplencia municipal (el alcalde manda durante la ausencia del gobernador titular) se consolida en 1560 con Sancho Briceño, según cédula de 8 de diciembre de 1560 como primer reconocimiento real a un acto de autogobierno, y cuenta hasta 30 gobernantes criollos en Venezuela hasta 1727 (Briceño Perozo, Mario, El diablo Briceño, Caracas, 1957). En 1736 Felipe V deroga este privilegio con el cargo de Teniente de Rey (cédula de San Ildefonso de 14 de septiembre), de ese modo, igual que en Caracas, interino fue también el teniente del Rey Juan de Casas (fallecido el Capitán General Guevara Vasconcelos) que como Liniers era godoysta.
El modelo de Aranjuez será aquí muy importante por su efecto distorsionador (pues más que producto del vector de fuerzas ascendente –como será el de Asturias– parece que obedeció al vector descendente que los fernandinos ponen en marcha en una villa real como era Aranjuez), de ahí que se promuevan juntas por las autoridades “colaboracionistas o afrancesadas” para escamotear la responsabilidad de reconocer a la Junta de Sevilla o a Fernando VII y continuar en el mando, precisamente quienes introducen la idea de que las Juntas son máscaras fernandinas (Ferreiro, Felipe, La disgregación de los reinos de Indias”, Barreiro y Ramos, 1981). La reasunción de la soberanía será el detonante del juego de pluriarquías en cada centro de poder. En Buenos Aires, actúan Elio contra Liniers según modelo de Goyeneche enviado por la de Sevilla. En Caracas frente a Casas el ejército, el pueblo y los cabildos obligan a jurar fidelidad al rey. En México Iturrigaray (godoysta) es sustituido por el golpe de Gabriel del Yermo, auspiciado por la audiencia.
En Agosto la Junta de Sevilla lleva comisionados a todas las provincias con la doctrina de la absorción de la soberanía, en 1809 son los criollos, sorprendidos de que desde España se confirmaran las autoridades en América, los que empiezan los nuevos motines.
En este epígrafe queremos mostrar que parte de la idea de “caos o anarquía” tiene que ver con la referencia a líneas causales únicas o duales que no alcanzan a dar con todas las causas del proceso, lo que lleva a la superposición de corrientes historiográficas, pero no a una sistematización pluri-causal en forma. Como se advertirá, el cambio de fundamentos ontológicos y normativos entre el modelo II y el III, sigue teniendo vigencia en las corrientes historiográficas que la estudian, pues cada una pretende ser la verdadera, lo que para nuestro modelo IV es prueba de la insuficiencia de sus análisis (reconocida en la confusión y el caos que atribuyen a los procesos y no a sus criterios)
Algún análisis de conjunto que toca de un modo u otro las diferentes ideas de unidad en juego lo podemos encontrar en autores como Federico Suárez, quien, clasifica las corrientes historiográficas sobre la emancipación en tres clases: la más antigua (clásica) en que los independentistas son “revolucionarios franceses” (U0) y los fidelistas retrógrados (U1) (que corresponde a presupuestos del modelo III); Marius André invierte los términos, los españoles son los enciclopedistas (U2) y los rebeldes americanos los tradicionalistas (que también parte del modelo III); y por último la más reciente de Giménez Fernández (o Carlos Stoetzer) para quién los insurgentes son los continuadores de Suárez (U3) y los fidelistas los conservadores absolutistas (U1). A estos tres suma Ronald Escobedo, una no maniquea que con Mario Hernández Sánchez-Barba pone el eje de inflexión en el cambio que va de una justificación de la independencia por la postura tradicionalista (U1 o U3) a una justificación a partir del año 1816 desde posturas revolucionarias (U0, U2); a nuestro modo de ver un cambio que no es causa sino consecuencia de la marcha de la “plurarquía” (Suárez Verdeguer, F., El problema de la independencia de América, Anales de la fundación Francisco Elías de Tejada, n° 12, 2006). Derivando en la neutralización definitiva del unitarismo monárquico con Riego y el trienio liberal en 1820 (Ibídem).
En América como en España se reacciona contra los gobiernos (virreyes) afrancesados creando Juntas, sin embargo en América se complica, “el problema jurídico nace cuando las Juntas de América rehúsan el reconocimiento y la sumisión a la Junta Central o a la Regencia”. O sea, se niega la Monarquía central por creer que es “Monarquía central entreguista” pero también el “liberalismo centralista” (Cádiz) por bicefalia (asumir la soberanía del pueblo y una regencia impuesta por los ingleses), y por negar el pluralismo, pero hay otras muchas juntas que niegan el liberalismo y el pluralismo y se mantienen fieles, caso de los “realistas”. El problema se agrava definitivamente cuando al asumir con las Juntas las elecciones democráticas, junto a las deposiciones de virreyes a lo largo de seis años de luchas entre juntas, vuelve Fernando VII con el centralismo monárquico borbónico (U1). Ya no cuaja el centralismo liberal (Cádiz, U2), ni el liberalismo pluralista (diputados americanos, U4), ni el pluralismo monárquico americano (U3). La imposibilidad de reordenar el conflicto viene de aquellas partes acosadas desde siempre por ingleses y franceses, los nuevos virreinatos, donde ya se han hecho ejércitos y se han asumido doctrinas liberales, políticas y comerciales –el caballo de batalla que gana Inglaterra-. La neutralización definitiva del unitarismo monárquico como modo de unidad viable saldrá de nuevo de España en 1820 con Riego y el trienio liberal (U2), aunque no acaba ahí, pues la Santa Alianza viene a cerrar con los cien mil hijos de San Luis un periodo que continúa por otras vías.
Las ideas de unidad que proponemos hay que entenderlas como ideas funcionales, no son ideales o mentales (al modo del modelo III), es decir, son tan reales como los intereses económicos que incorporan y sin los cuales no tendrían fuerza. De hecho creemos que permiten clasificar las causas de las guerras de independencia aducidas por los historiadores.
a. Las políticas borbónicas como causa de las independencias
Es corriente encontrar explicaciones o exposiciones donde el énfasis historiográfico para determinar la causa principal de la ruptura se pone en la idea de unidad monárquica borbónica (U1) o doceañista (U2); pero como una línea causal no basta para explicar el conflicto deben presuponer actuando otras causas.
La invasión francesa como causa inicial de los conflictos es evidente (sin olvidar los antecedentes godoystas), pero esta evidencia sólo se produce después de constatada la reacción que se desencadena en España; una reacción en la que nunca pensó Napoleón (y que no ocurrió en otras partes de Europa), aunque el Obispo de Orense ya le había advertido que el pueblo no aceptaría a José I como Rey; el Corso pensaba que España estaba llena de oro traído de América y que el pueblo español, como las colonias americanas estaban ansiosos de liberarse del yugo absolutista. Antes de la reacción armada, el planteamiento pacífico de la cesión de soberanía estaba pensado por Carlos IV como una transición al modo de la borbónica pero sin guerra de sucesión; un planteamiento ingenuo que no cuenta con las otras potencias, y aquí hay que decir que desde los presupuestos que partirnos se podría ver ésta misma guerra, la mal llamada “guerra de sucesión”, mal enunciada en la medida en que fue una guerra europea dentro de España y del Antiguo Régimen (un siglo después entran las posiciones liberales en juego y las provincias americanas), fue consecuencia de la ruptura de la ley de pacto reg-regnum traicionado en alguna medida por ambas partes, es decir, “Felipe V fue aceptado y jurado como rey de todos los reinos de España” incluida Aragón y Cataluña, la reacción de las otras potencias inicia la guerra, únicamente en 1705 estalló la rebelión en Cataluña: “pero la ciudad de Barcelona permaneció fiel a Felipe V hasta que, después de sitiada, se rindió y aceptó al archiduque Carlos. Sólo por la ocupación militar de las tropas de éste se alzaron Valencia y Aragón” (García-Gallo, A., El derecho indiano y la independencia de América“, Revista de Estudios Políticos, n° 60, 1951, nota 9, pág. 162), es decir, fue la rebelión del pueblo contra un rey que habiendo jurado sus leyes y privilegios, se los negó; fue una guerra que quizás por el malogrado reinado de Carlos II en España, hizo imposible la aceptación del Archiduque Carlos. En todo caso anticipa en cuanto “guerra mundial” la que estamos tratando. Desde estas coordenadas es desde las que se señala al “centralismo” de la política borbónica (U1) como la causa principal de las independencias de América, donde se seguían conservando privilegios derivados de la lealtad al rey Borbón, como ocurrió en el reino de Navarra y Álava.
Una lectura que se corresponde a las tesis que seguimos sobre las causas y sucesos emancipatorios es la de Tomás Pignataro, cuando parte de la igualdad de derechos y privilegios entre las provincias en Indias y los viejos reinos castellanos, una lectura legal sobre derechos y deberes basada en que “los borbones introducen en España ideas más absolutistas, contrarias al verdadero sentir del alma nacional” (Pignataro, Tomas Mateo, Proceso hispanoamericano hasta la formación de las Juntas, Revista de Estudios Políticos”, n° 140, 1965, pág. 100), un centralismo peninsular que permite entender los levantamientos y los movimientos sociales del siglo XVIII. Por ese motivo si las juntas en España se hacen en los Municipios o Cabildos, en América éstas son más acentuadas. De modo que desde estas posiciones se puede concluir: “Carlos III al claudicar de la tradición española es el auténtico libertador de la América Española” (Stoetzer, O. C., La influencia del pensamiento político europeo en la América Española: el escolasticismo y el periodo de la Ilustración” (1785-1825), pág. 258). Esta dialéctica deriva de la estructura en que se constituye (systasis) el Imperio y nos permite pensar con Levene que la pluralidad y extensión de las provincias americanas hacían imposible un gobierno efectivo, aunque se coordinase desde la Corona con la legislación indiana bajo el ortograma católico, lo que lleva a una independencia de facto que deriva de modo natural en una independencia política (Levene, R., Las indias no eran colonias, Colección Austral, Madrid, 1973); aspectos en que se suele incidir desde el modelo III para negar la existencia del Imperio (como en el caso de H. Kamen).
Y es que la bases jurídicas y los fundamentos políticos que se enseñan en las universidades americanas donde se forman las élites que se hacen cargo de un modo u otro de los acontecimientos son los principios del derecho natural y de gentes de la Escuela de Salamanca. De este modo resume Otto Carlos Stoetzer en cinco puntos la realidad práctica del Gobierno español en las Indias:
1. Las formas de autoridad políticas son leyes humanas y por tanto elegibles.
2. Por ley natural la soberanía va de Dios al pueblo.
3. El Rey gobierna con la autorización del Pueblo.
4. El rey no puede ser despótico pues se aplicaría el derecho de resistencia y el tiranicidio.
5. Si el Rey muere o abdica o es depuesto sin sucesor legítimo, la soberanía recae sobre la comunidad política (pactum translationis).
De acuerdo con esto la oposición de algunas regiones, que a partir de 1814 en adelante se ofrecen al Rey Fernando, se pueden interpretar perfectamente desde la idea de resistencia tradicional (aunque no se niegue la circulación de textos ilustrados con tesis coincidentes en ese sentido).
b. La política liberal como causa principal de las independencias
Sin embargo la novedad principal de este modelo parece estar en las tesis que achacan al centralismo liberal de Cádiz (U2) el principal impulsor de unas rupturas, nunca buscadas, pero a quienes se puede acusar en cierta medida de “fundamentalismo democrático” en la medida en que esperaban que la constitución, la sola formalidad de las leyes, uniese a los sublevados. Lo que tampoco era grave en 1812, lo que lleva a pensar que sirve de catalizador para declaraciones de independencia posteriores (si la Plata se independiza en 1816) y terminando de empujarlas con el trienio liberal (la Nueva España de 1821).
Roberto Breña insiste en el sexenio liberal español (1808-14) como clave de las emancipaciones americanas, así lo ve también Jaime Rodríguez señalando a la diputación americana en Cádiz como origen de la vida parlamentaria americana y también del “hispano-americanismo” (Rodríguez, J., El nacimiento de Hispanoamérica, Vicente Rocafuerte y el hispanoamericanismo. 1808-1832, F. C. E. México, 1980). Tal tesis pone en el modelo de la España liberal como elemento de cohesión de las provincias americanas “entre sí” o como comunidad constitucional de naciones hispánicas, desde Rocafuerte, el peruano Lorenzo Vidaurre, el argentino José Antonio Miralla o el mexicano José Miguel Ramos Arizpe. Causa que tiene su pujanza al volver el absolutismo centralista borbónico y mandar un ejército a América.
Dos de los autores contemporáneos que más se han ocupado de la política española hacia América son Timothy A. Anna y Michael P. Custeloe, quienes en general coinciden en que aunque la mayor parte de los Americanos no querían la independencia, lo que es evidente, la ineptitud del gobierno de la metrópoli para tratar sus problema no les dejo otra salida (Anna, T. A, España y la independencia de América, F. C. E., México, 1986; Custeloe, M. P., La respuesta a la independencia. La España imperial y las revoluciones hispanoamericanas, 1810-1840, F. C. E. México 1989)
Las ideas liberales gaditanas (U2) “promueven” las independencias al no entender la idea de unidad tradicional de un Imperio plural católico (U3) o liberal pero pactado (U4). Esta acusación no sólo está en Blanco White, sino en Alcalá Galiano, en el levantamiento de Riego (que no quiere lanzar un ejército contra sus hermanos americanos) y otros muchos. Son tesis que se puede deducir de la diferencia de repercusión que tuvo la separación de todo un continente en 1824, frente a la repercusión que tubo la perdida de las islas de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en 1898: lo que dio lugar a una generación literaria caracterizada por la amargura y el criticismo y el nacimiento del ensayo filosófico sobre España.
El caso de Blanco White es paradigmático (inserto en el modelo III). André Pons publicó un primer volumen, “Blanco White y España” (A. Pons, Blanco White y España, Oviedo, Instituto Feijoo de estudios del siglo XVIII de la universidad de Oviedo, 2002) que se amplió con un segundo volumen Blanco White y América, de 2006 a cargo de Martin Murphy, donde se sostiene cómo tanto el “Semanario Patriótico” como “El Español” tuvieron gran influencia en América, defendiéndola contra la proclamación de las Cortes de Cádiz que hacían residir la soberanía de la nación en ellas y en contra de su separación; separación –sostenía– que aún cuando será ineluctable (por su mayoría de edad) era prematura (pues no estaban listos para la libertad política). En todo caso Pons, con Enrique de Gandía, supone que la independencia americana nace del liberalismo español trasvasado al nuevo mundo, donde El Español era decisivo (según Roberto Breña, Blanco White y la crisis del mundo hispánico 1808-1814. Historia constitucional, n° 9. 2008)
Blanco White sostiene que ante la situación no cabe volver a las leyes antiguas, sino partir del hecho de que la nación española empieza a existir cuando abandonada, echa al usurpador extranjero, de modo que la solución pasa por la representación igualitaria y proporcional entre todos los españoles: de Europa, América y África, lo que defiende a lo largo de 1810 en El Español; pero esta independencia moderada sólo la entiende posible bajo la garantía de la Gran Bretaña, a la que se debe la salvación de España de una subyugación inevitable a los franceses si no hubiera sido evitada por su ejército (aunque el “miope” de White no supiese que se dirigía a conquistar el Mar del Plata). Tal tesis siempre fue vista con recelo en la península y como traición (Martínez de Pisón, José, Reflexiones de un español sobre la independencia de la América latina: José Mª Blanco White, REDUR 7/2009)
En todo caso desde El Español se defendía el derecho de los americanos a la perfecta igualdad de la Madre patria, así dice “lo más probable es que los americanos sean superiores a las fuerzas europeas; y que después de derramar mucha sangre y el nombre español sea para los nietos de los conquistadores del nuevo mundo, tan odioso como el de sus abuelos, lo que a sus primitivos habitantes. La consecuencia de esto sería la separación absoluta de América y la ruina de la casa de España” (El Español, 30 de diciembre de 1810; citado en La independencia de las colonias americanas y la política de Cádiz (1810-14) en “El español” de B. W, Manuel Moreno Alonso. Actas V Jornadas de Andalucía y América, Universidad internacional de Andalucía, pág. 112)
Halperin Donghi sostiene que fue la disolución del Imperio lo que obligó a las independencias como única manera de sobrevivir, sostiene que las Juntas desde las Siete Partidas (siglo XIV) eran instituciones temporales en caso de necesidad (Halperin Donghi, Tulio, Reforma y disolución de los Imperios Ibéricos, 1750-1850, Alianza Editorial, Madrid, 1985. También lo ve así Portillo Valdés, J., La crisis atlántica, Madrid, Fundación Carolina/Marcial Pons, 2006)
Una perspectiva que va en paralelo a la teoría de la falta de representación americana en Cádiz como causa de las independencias, por ejemplo con la diferencia entre Españoles y ciudadanos –donde no estaban los africanos-, es la que pondría el acento en la multiplicación de los ayuntamientos con Cádiz y la reasunción de la justicia, en contra de los órganos judiciales (el “gobierno de los jueces” americanos); cuya consecuencia supone que es la idea de nación (ni más ni menos) la que divide en vez de unir (pese a la lengua, la religión, los usos y costumbres comunes de la Monarquía católica), de modo que a todos los grandes Imperios de los últimos siglos, ya sea el austro-húngaro, el otomano o el ruso (luego soviético) les ocurrirá lo mismo. Se trata de una perspectiva sobre la ruptura imperial que retoma Pérez Vejo en su Elegía Criolla, Una reinterpretación de las guerras de la independencia hispanoamericanas (Tusquets, 2009. Pág. 17), quien define el Imperio como “Monarquía compuesta” de un conglomerado de reinos, provincias y señoríos unidos por la común fidelidad al monarca”. Desde nuestros parámetros la unidad centralista liberal de Cádiz con fundamentos franceses no cabe en el Imperio hispano, disolviéndolo de hecho.
De modo que la reubicación de la soberanía en las áreas urbanas, primero en Cádiz de 1808 a 1810, será exportada a las áreas rurales, reconociéndose en los ayuntamientos la expresión jurídica de la Corona y de su propia libertad (en realidad de la parroquia, a cuya salida se reunía el cabildo o asamblea); los “nuevos municipios” fueron creados por Cádiz al situar el requisito demográfico de municipalidad en torno a los mil habitantes, que en América baja a 500, dejando las iniciativas a las comunidades y no a los intendentes. De modo que los municipios indígenas serían superiores y los alcaldes indígenas serían jefes políticos (y de paso jueces). Con este modelo que viene de Cádiz, en Quito y Ecuador se paso de 12 a 62 municipios, en el virreinato del Perú de 52 a 680, y en el Yucatán de 3 a 180, en la capitanía de Guatemala de 3 a 221 y en la Nueva España de 200 a 1205 (Annino, Antonio, Imperio, constitución y diversidad en la América Española, Nuevo Mundo nuevos debates, 2008)
Esto explica que de 1808 a 1810 se pase de una primer época donde el núcleo político está en centros urbanos como el Rio de la Plata, Chile, Venezuela y el área andina de Quito, a una segunda época con el protagonismo en los espacios rurales (municipales), precisamente desde la idea de “Centro” imperial y en nombre de la nación constitucional y las Cortes españolas, cuya “holización del territorio” consiste en multiplicar los municipios electivos; de modo que el problema de los gobiernos republicanos americanos posteriores paso a ser el de limitar la independencia jurídica de las comunidades territoriales que les dio Cádiz.
Paradójicamente Cádiz asume el absolutismo borbónico dando ayuntamientos contra el antiguo régimen, y los primeros independentistas se levantan contra el Cádiz de la regencia, que será quien inicia los conflictos con los encarcelamientos, aplastamientos y ejecuciones, para en un segundo momento, al ser anulada la constitución a partir de 1814, dar lugar a una guerra civil de reorganización entre criollos realistas (con mandos españoles) y criollos “patriotas” (una terminología que sólo comienza a usarse a partir de 1816).
La tesis de que fue el liberalismo español la causante de las independencias la encontramos también en Enrique de Gandía: “en dos palabras podemos decir que la independencia nació del liberalismo español trasplantado al nuevo mundo” (De Gandía, Enrique, Los liberales españoles y los absolutistas americanos, Boletín americanista, n° 10-18, 1962, pág. 27), para ello se apoya en los escritos de Mariano Moreno o de Roscio (venezolano) quien siempre recordaba que una mayoría de criollos estaba con el sistema absolutista español.
Como veremos la idea de que los españoles habían quedado libres para elegir gobierno sale de la Junta Central, luego de la Universidad de Sevilla (7 de diciembre de 1809) y por último es difundida por el Español. Así el mismo Juan Germán Roscio (carta de 24 de septiembre de 1810) llamaba a Santa fe de Bogotá y a Buenos Aires a imitar las juntas españolas para no ser presa de los franceses (asumiendo los derechos originarios). Los criterios que utilizará en este caso Enrique de Gandía son afrancesados/anti-afrancesados; constitucionales/absolutistas; republicanos/monárquicos moderados (un modo de confusión al no apellidar las formas de identidad con las ideas de unidad)
c. La estructura pluri-nacional americana como determinante de las independencias: monárquica (U3) o liberal (U4)
Las tesis que ponen la causa principal de las rupturas en los monárquicos pluralistas (U3) son una constante en la medida que se sostenga como unidad básica de los territorios americanos el contractualismo originario, una unidad que aguanta de un modo y otro los empujes de las partes liberales hasta que puede, muchas veces sacrificando alguno de sus componentes en función de otros. Abascal sacrificará el pluralismo (pues fue muy reacio a las reformas borbónicas del siglo XVIII que quitaban poder a los virreyes) en pos del monarquismo; otros sacrifican la Monarquía centralista en pos del pluralismo, caso de San Martín, recordemos que nada menos que en 1821 proyecta la creación de tres Monarquías con base de los virreinatos de Nueva España (siguiendo a Iturbide), el Perú y Nueva Granada (Pacheco Vélez, C., Sobre el monarquismo de San Martín, Anuario de Estudios Americanos, 9 (1952): “en cada una de ellas habría una delegación que ejercería, en nombre del rey, el poder ejecutivo y estaría presidida por una personalidad de libre elección del monarca, no excluido un miembro de su familia, en cuyo caso Fernando VII podría haber escogido a sus hermanos” (Gregorio de Tejada, M. T., Monarquías en América, Espacio, Tiempo y Forma, Serie IV, Historia Moderna, t. 18-19, 2005-2006, pág. 260). El propio San Martín creyó que su proposición habría sido aceptada por las Cortes en España, pero lo cierto es que el 24 de enero de 1822 fue rechazada.
Por último el caso del Pluralismo liberal (U4) será el lugar por donde se cuelan las ideas del modelo III con base en la fuerza del Imperio inglés y luego yanqui. Como esquema de unidad es una idea límite derivada de la falta de fuerza de los otros modos de unidad, pues aparece como un fantasma que desaparecerá en cuanto aparezca la posibilidad de llevarse a cabo, y la razón en este caso es conceptual; como el federalismo, el pluralismo liberal es posible en la formación (expansión) del Estado, pero por la misma coordinación imposible una vez formado el Estado, es decir, choca contra la idea misma de soberanía rota en las unidades que la han asumido (lo que aprende tarde un desquiciado Bolívar). De modo que frente a la unidad indivisa de la totalidad (aunque sea pluri-provincial –U3-), la unión, federación o alianza implica partes realmente separadas. Por ello la referencia a los EE. UU. Como modelo es vacía, pues en aquel caso la unidad, cincuenta años después, se impondrá por la fuerza a los confederados. Este modelo de unidad es visto desde el principio y con razón como anarquía, en la medida en que rota la soberanía, la apropiación de la capa basal por cada parte (necesaria en el desarrollo de los acontecimientos) supone estructuras corticales federativas (por ejemplo al dar salida a unos productos comerciales perentorios que el bloqueo comercial y una larga guerra hacen necesario) y defensivas (los ejércitos populares en cuyo mantenimiento interviene toda la población), a las que hay que sumar las nematologías religiosas (caso de Hidalgo, Morelos o Mier en México), estructuras que no se van a poder eliminar en el progressus al todo del que se parte, llegando donde llega la capacidad de poder de aquellas capitales en torno a las cuales se desarrollaron las partes formales del Imperio, las provincias, capitanías o virreynatos.
Como se ve desde la pluri-causalidad, obligada en las ciencias históricas, es necesario conjugar los diferentes modos de unidad como los esquemas mínimos de activación de la pluriarquía que nos permitirá seguir, bajo el contexto de la dialéctica de Imperios, la dinámica de las guerras desde las que se van neutralizando mutuamente los modos de unidad hasta la fractura final en la que aún nos identificamos los hispanos.
(Continua...)
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