Algunos han llegado a pensar que Dios abandonó a Venezuela, cuando no dicen que Dios abandonó a los hombres de todas las naciones. No obstante, sería un juicio desmedido e infundado el afirmarlo. No hay falsedad, por otro lado, en decir que Venezuela no ve luz, que su dirección ha estado en manos de la miseria hecha política y de los corruptores que aún teniendo el timón, y al pueblo remando, llevan la nación al abismo. El Estado venezolano, por como transcurren las cosas, parece haberse convertido, casi como diría Marx en algún momento, en un comité para los negocios —ya no de la burguesía— de los diablos terrenales, de carne. La suma de la oligarquía y la burocracia, lo peor de ambos estratos. Entraron ideologizados hace más de veinte años, y una vez hechos con el aparataje estatal, se desideologizaron los pachás bolivarianos. En su disgregador, y antitético, socialismo bolivariano nos han quitado todo, y sobre todas las cosas, han blasfemado y han pisoteado las creencias de los venezolanos. No les bastó, tal como es aparente, el botín del Estado. El saqueo, al sol de hoy, es insuficiente para fieras tan codiciosas. Engordaron a costa de hambrear a su pueblo y las obesas fieras, en su constante soberbia, osaron escudarse en todo aquello que sucedió, por cuanto no provenía de su propio accionar. Para las fieras, el saqueador fue el español y cuando dejó de serlo el español, los saqueadores fueron los caudillos y después de los caudillos, los demócratas. Así, los pachás se desprendieron de cualquier responsabilidad aún cuando la carnicería en Venezuela solo pertenece a ellos y a quienes han colaborado con su causa, sin ningún tipo de pudor ni vergüenza. Mayor servicio, aunque de cristianos se disfracen, han de estar haciéndole al diablo con su soberbia.
Detrás del soberbio, de alguna manera está el monstruo, el dragón (Isaías 51,9). Allí está, aunque no presente físicamente como esperarían muchos, dando consejo e incitando al gobernante a lo peor. Viéndolo de esta manera, rendirle culto o agradarle no supondría necesariamente el erigir ídolos o el renegar del Señor sino que en el mal actuar, en contra del pueblo y del bienestar común, ya sería agradar y gozar del beneplácito del peor de los enemigos, el diablo. Basta con hacer el mal para hacerle culto, basta con ser soberbio y convertirse en una fiera sedienta de sangre, como lo describió Santo Tomás. Podemos recordar en los textos cuando el Señor mandó a advertir, por medio de su profeta Ezequiel, a quien posiblemente sería Itobaal III, rey de Tiro y autoproclamado dios como dictaba la costumbre pagana mesopotámica. En su advertencia, dice el Señor: «tú hombre eres, y no Dios» —et cum sis homo, et non deus—. Por más que pospongan su estadía en el poder, y hagan mal a su pueblo o a otros, tarde o temprano serán removidos porque lo humano, lo civil, es temporal y profano. Y así lo dicta la palabra, «él depone y entroniza a los reyes» —transfert regna, atque constituit— (Daniel 2,21).
Incauto el que creía que los diablos, y sus diablillos, en su conquista del Estado no iba a desarmar al hombre haciéndolo, o convirtiéndolo, en un amoral. El hecho de que nos hayan desarmado de los mecanismos legales, o nos hayan quitado la espada como nuestra mayor garantía contra los usurpadores, no ha sido ni de lejos el peor de los desarmes; el venezolano, alejado de sus costumbres y tradiciones, ha ido relegándose a los ritos y acciones de los usurpadores. Un inmoral, y un apóstata, sirven eficientemente al mal aunque sea por la mera omisión. El hombre nuevo chavista que constantemente hemos denunciado es la prolongación del mal en Venezuela. Ese hombre es todo lo opuesto a la virtud, a las buenas costumbres y al bienestar común. Aunque todo el proceso chavista quierepasar por colectivo, por una auténtica socialización, es el individualismo hecho culto cívico. El nuevo hombre chavista quiere sobrevivir a costa de los otros ya sea porque así lo determinan las necesidades o porque es el credo chavista; el del carrerismo, el de acceder a la administración pública y servirse del erario. Su supervivencia, y su vida, a costa del todo. La exaltación más terrible del «individuo» de la mano de los autodenominados revolucionarios, salvadores heroicos del pueblo y del socialismo chavista, «cristiano». Nuestra enajenación moral vino del secuestro de un Estado, de la gestación de una casta de diablos, y de la imposición del caos bajo la fachada de orden. No hay orden en el saqueo del Estado, ni en su instrumentalización casi criminal. El orden no se traduce, como pensarán algunos positivistas, en el uso indiscriminado de la porra. El terrorista, o el hampa común, usa la porra y no por ello impone orden, ni ese uso de la fuerza es sinónimo de autoridad política y claramente podríamos apreciarlo en la teoría de la autoridad de Alexandre Kojève.
Algunos todavía recordamos el día en que Hugo Chávez, el principal malefactor de esta nación, se dirigió a los jerarcas de la Iglesia católica en Venezuela con la siguiente expresión, dos días antes del referéndum constitucional: «habrá que hacerles un exorcismo para que el diablo que se les metió se les salga de debajo de la sotana». La Iglesia, desde un principio, tildó el proceso de referéndum como inmoral y Chávez, cuya capacidad crítica siempre estuvo en disputa, contestó cargando contra la Iglesia. Las relaciones, desde entonces, empeoraron al punto de que la beligerancia sigue presente aunque el Papa Francisco haya tenido una política de reconciliación pero ahí siempre ha estado Baltazar Porras, el más notable símbolo de nuestro clero, enfrentándose a los diablos, y sus diablillos, con un realismo sin precedentes. Por sobre todas las cosas, llamando a las cosas por su nombre: dictadura. Chávez, desde un principio, quiso desligar a los venezolanos de su clero, y de su religiosidad, tratando de separar a la sociedad civil de la autorictas de la Iglesia. Los resultados podrían decirse ambivalentes y terriblemente negativos para los católicos. En consecuencia, ha habido una campaña de la mano del difunto Chávez —y hoy día de su sucesor, Nicolás Maduro— de utilizar a los evangélicos, y a grupúsculos protestantes, como punta de lanza para desguazar a la Iglesia católica y darle a los venezolanos, lejos de la idea de la Iglesia como núcleo espiritual, la posibilidad de «predicar» lo que doctrinalmente ellos quieran siempre que la «Revolución» consienta. No es de extrañarse que Chávez haya intentado, como Ludwing Müller para el régimen nazi, erigir una Iglesia evangélica solidaria con los delirios revolucionarios del chavismo. Maduro, fiel a la política de desmembrar nuestra religiosidad, hace lo propio financiando sectas, algunas adscritas al chavismo, y su red de partidos, y otros a la supuesta oposición que homologaron con la Asamblea constituyente. Personajes nefastos, que muchos ya conocen, como Javier Bertucci. Cuesta creer como la dinámica de encerrarnos a los católicos, y de obrar ya no con mera alevosía sino usando toda la burocracia estatal, recuerda a otra época cuando estábamos contra la espada y la pared; obligados a operar con sigilo, y siempre a la defensiva, contra Hitler confabulado con los pastores y obispos luteranos.
El clero, según Chávez, estaba poseído por los demonios pero, juzgando la destrucción de toda nuestra identidad nacional, ¿quién es el que está verdaderamente poseído por el demonio? O al menos, ¿quién es el que sirve al demonio con sus actos? Sería extenderse demasiado nombrarlos a todos porque no basta con señalar su burocrática jerarquía, su estructura de partido —una suerte de bolchevismo barato— y los que están, orgullosamente, en los puestos de Gobierno haciendo y deshaciendo a placer. Son cientos, miles. Los que operan como simples funcionarios, los que explotan trabajadores, los que aspiran a ser como los de la cúspide y los que, aún en la miseria, siguen abrazando el exterminio de todos los venezolanos por clientelismo porque el verdugo «ha sido clemente». Han querido hambrear a los suyos, a los hermanos que convirtieron en modernos esclavos, haciéndolos sumisos a las instituciones y programas estatales, sujetándolos al gran corruptor que todavía llamamos Estado. Mientras que en las escrituras se decía que la mano de los diligentes se enseñorearía y que la negligencia sería tributaria —manus fortium dominabitur; quae autem remissa est, tributis serviet— hoy se nos ha dicho que la negligencia, y la pereza, son dogmas a seguir (Proverbios 12,24). Los diablos dicen poner a disposición la riqueza del Estado, o lo que ellos llaman riqueza, a toda la nación; expropiaron, redistribuyeron entre ellos pero no entre el pueblo y asentaron una oligarquía. Disponer de lo ajeno, o de lo común, de esa forma tan despreciable no solo lo sanciona la ley natural, sino la civil. Mientras que la civil está a disposición de ellos, por ser los beneficiarios de Estado, la segunda depende del Señor y como dice Tomás de Aquino, la ley divina siempre llega (S.T., III, q. 77, a. 4, ad. 1). Transmiten odio político, siempre que no sea para ellos, y en el camino utilizan al pueblo como ganado, como jauría cuando pueden. Dicen amparar al trabajador, al campesino, ofreciéndole dádivas y regalías pero, en su vileza, no le enseñan a trabajar, a producir y no son justos, siquiera, con los que enajenan su cuerpo en los duros trabajos manuales. Proteger, según el discurso, a la clase obrera en un país donde no se produce nada. Con palabras que pudieran parecer proféticas, dice Juan Donoso Cortés, el marqués de Valdegamas, en su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo que «en la escala de su degradación y de su vileza, las muchedumbres engañadas por los sofistas y oprimidas por los tiranos son las más degradadas y las más viles». De sofista en sofista y de tirano en tirano, poco ha cambiado Venezuela.
Sabrá Dios el calificativo que habría que darle al modelo construido por el paganismo chavista o, cuando menos, a la situación propiciada por la degeneración de la partitocracia cuartorepublicana. Si algo es cierto, y el tiempo nos dara razón a los que así lo percibimos, es que hasta ahora, finales del XX y comienzos del XIX, se ha visto un fenómeno tan virulento, grotesco y decadente como el socialismo bolivariano. De los neopaganismos cívicos, de lo sacro en lo civil, el peor de todos; el que nos ha borrado nuestra historia, contándonos otra en la que nuestra época imperial fue un episodio más en cuanto a instituciones pero uno horrible en cuanto al supuesto genocidio perpetuado por los conquistadores y luego en la erección de nuevos mitos casi teológicos. Desconocer, de un día para otro, que somos católicos y sostener que «Cristo no tiene embajadores en la Tierra» porque arbitrariamente así lo ha deseado un ambicioso llanero sediento de poder. En cambio, hoy nos enseñan al Chávez ideal, el hombre que caminó con el Cristo socialista y revolucionario que combatió la injusticia del clero judío y del imperialismo romano. La mayor de las blasfemias, de la cual todavía se sienten orgullosos autodenominándose cristianos sin vergüenza alguna. Chávez, el continuador de la obra de Bolívar; otro de los tristemente célebres mitos todavía erigidos sobre el esquema nacional venezolano. Chávez, el refundador o Chávez, el hombre que se ha endiosado a si mismo y que hoy todavía suena en discursos, en los himnos y en los mítines. Un hombre de Sabaneta, como el niño que luego sería Sargón de Agadé, divinizado y hecho héroe primordial. El nuevo mito pestilente cuya característica más notoria es la persuasión demoníaca que hay alrededor.
Se ha dicho que la forma de ganar un conflicto está en las armas y, naturalmente, sería inviable lucharlo sin pistolas, rifles o tanques. Una guerra, en todo su sentido político, implica muchos frentes. Pero la guerra, en todo caso, tendría que interpretarse como una vía más de la lucha política y esta, esencialmente, implica múltiples vías. La lucha política será, al mismo tiempo, lucha económica y lucha social. Olvidar estas lecciones sería nuestra perdición contra un enemigo fortalecido por el vicio y la inmoralidad. Hacer la vista gorda, y hacernos los ciegos, respecto al campo moral; olvidándonos de que ellos se regocijan en la inmoralidad, y en el agrado al peor de nuestros enemigos, es perder lo último que nos queda. Ellos han demostrado, ingeniosamente, que toda arma parece ser válida en una guerra a muerte. Pero en nuestro caso, aunque hemos sido forzados a una guerra a muerte, nos amparamos en una guerra justa porque supone una cruzada contra los vicios hechos política. El venezolano debe aferrarse más que nunca, porque de ello depende su supervivencia, a sus costumbres y tradiciones. Los diablos, habiendo largos años de evidencia, están aferrados al poder y toman decisiones que repercuten a millones de venezolanos. Consiguieron con éxito dividir, alejar a los católicos de su Iglesia y generar amnesia colectiva, reinterpretar los conceptos a su imagen y semejanza. Destruir por sobre todas las cosas, más nunca crear. Robar, expoliar y saquear pero nunca generar ni producir. Legislar pero jamás tener ni un ápice de legitimidad, ni de dignidad. Enmascarar lo que son: los artífices de una caldera flameante en la que gritan y lloran de desesperación millones de condenados mientras ellos gozan, ríen y fraguan nuevos métodos de tortura amparándose en la tan humana, pero a la vez divina, razón de Estado.
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