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El animal laborans venezolano

Actualizado: 1 feb 2022

Muchas críticas han sido dirigidas a los segmentos de la ciudadanía venezolana, incluyéndonos, por la reiterada negativa a cualquier negociación que busque perpetuar, legitimar o continuar la peste del noventa y ocho. Negativa que, como se ha dicho, no se trata de una actitud dogmática, irracional, lejana a la realidad política de la nación o a tosudez, sino a la necesidad de reconocer que la patria se encuentra secuestrada y que el proceso chavista, más que una oleada revolucionaria que rompió con la oligárquica IV República, fue la exaltación de los peores males de la República corrupta y degenerada impuesta por una oligarquía de partidos.


Eso, además, concediéndole que se trate realmente de una república. Aún con un acuerdo, el mayor ejemplo es la farsa del acuerdo de «salvación nacional», es imposible conseguir legitimidad para lo que, por lógica, no es legítimo; no hay legitimidad ni de origen, ni de ejercicio. Ni unas hipotéticas elecciones presidenciales, con resultados adversos o favorables, harían ganar legitimidad a lo que, en pocas palabras, es una maquinaria estatal. En este sentido, es poco importante si el Gobierno cambia de administración o si las entidades regionales cambian sus administradores.


Mucho se ha dicho de quienes nos oponemos con vehemencia a cualquier acuerdo o negociación, catalogándonos de insensibles, hipócritas y sectarios. De ciegos fanáticos porque, dicen algunos, nosotros no hemos sufrido en carne propia las penurias que sufre el pueblo llano. Cualquier entendimiento entre los actores políticos en Venezuela llegaría, según la falacia a la que apelan para las negociaciones, como una opción para reconstruir a la nación y daría la oportunidad de mejorar las condiciones de vida, de que la industria pueda seguir su curso y de que, gracias a la divinización de cualquier acuerdo, el país pueda funcionar normalmente. Esto ignorando que el país, en todo caso, ya funcionaba de esa manera. Vivimos cuarenta años de consenso entre partidos políticos, entre oligarquías partitocráticas. Posteriormente, el lado más degenerado de la partitocracia: el chavismo y sus tentáculos, a lo largo de decenas de partidos políticos. Una oposición que le fue servil incluso en el único momento determinante que pudo extirparse el problema chavista. Una oposición a la que seguimos, neciamente, llamando oposición según la gran mentira que se nos ha inoculado: que el gran Leviatán chavista tenga, por expresarlo de otra manera, enemigos políticos. Al competidor, en tal caso, no se le podría llamar oposición.


Así, al decir al pueblo que por medio del acuerdo y el entendimiento entre los «polos» políticos, se logra la consumación de la democracia —lo que Guaidó ha dicho que busca rescatar— y que el país, por tanto, vuelve a la normalidad económica, se le estaría reduciendo a un animal laborans. Dirán, pues, que votar es participar pero, claro, ignorando que votar es reproducir una mentira histórica. Esta teatralidad podría ser, sin más, la antipolítica y no la política.


Engañarnos siguiendo a grupos determinados, endulzando la miseria con sus ofrecimientos y promesas, sólo puede desembocar en que se perpetue la miseria y que en consecuencia, la más grande aspiración del venezolano sea, sin participación en la esfera pública, ser una sociedad laborante. Si el futuro de Venezuela pende, hipotéticamente, sobre el hilo de la negociación, y el acuerdo entre traidores, y ese futuro viene a ser poder laborar como uno, o laborar tranquilamente, habremos cedido a la posibilidad de convertirnos en un rebaño que únicamente considerará, sin importar quien detente el poder, suplir sus propias necesidades y consumir. Habrá sido como en la anárquica democracia de los adecos y copeyanos: no importa lo que sucede en la cúpula, ni cuánto participamos en la política, lo importante es el superávit petrolero.


Este forzado destierro de la esfera pública, amén de la promoción de la labor y el consumo, ya ha podido verse en formas políticas que incluso funcionan «demasiado bien» como ha señalado Arendt refiriéndose a Pisístrato o a Periandros, tirano de Corinto. De aquí a que el tirano, a pesar de la popularidad de las medidas que toma, tenga como principio el excluir al ciudadano de los asuntos públicos e instarle a que se dedique a los asuntos privados y poder separar al ciudadano de cualquier pretensión de poder o de participación en los asuntos políticos. (Arendt, La condición humana, p. 242).


Otro de los ejemplos antiguos son aquellas sociedades políticas en las que el ciudadano de la polis o las res publica no determinaba, en absoluto, el contenido de lo que implicaban los asuntos públicos o la esfera pública. La vida pública, lejos de constar en la participación en los asuntos políticos, estaba relegada a trabajar. Estas sociedades «no políticas» —no porque no sean sociedades políticas, sino por su inacción política— tenían como rasgo particular el que su plaza pública, la ágora, no servía para definir o discutir los asuntos políticos, o hacer vida política, sino que estaba dirigida a exhibir mercancías. Aquí, las ágoras se convertían en los bazares típicos de los despotismos orientales que abundaban más allá de Anatolia. (Arendt, ibíd, pp. 177-178). Mediante la constante necesidad de elevar la calidad de vida, siempre se desalentó al ciudadano de participar y hacer vida pública. Esta remisión a la antigüedad clásica sólo puede recordarnos la predisposición de Aristóteles por una constitución mixta con elementos democráticos y aristocráticos donde, claro, primara un segmento social del polites que hoy, quizás, podríamos equiparar a la clase media.