Muchas críticas han sido dirigidas a los segmentos de la ciudadanía venezolana, incluyéndonos, por la reiterada negativa a cualquier negociación que busque perpetuar, legitimar o continuar la peste del noventa y ocho. Negativa que, como se ha dicho, no se trata de una actitud dogmática, irracional, lejana a la realidad política de la nación o a tosudez, sino a la necesidad de reconocer que la patria se encuentra secuestrada y que el proceso chavista, más que una oleada revolucionaria que rompió con la oligárquica IV República, fue la exaltación de los peores males de la República corrupta y degenerada impuesta por una oligarquía de partidos.
Eso, además, concediéndole que se trate realmente de una república. Aún con un acuerdo, el mayor ejemplo es la farsa del acuerdo de «salvación nacional», es imposible conseguir legitimidad para lo que, por lógica, no es legítimo; no hay legitimidad ni de origen, ni de ejercicio. Ni unas hipotéticas elecciones presidenciales, con resultados adversos o favorables, harían ganar legitimidad a lo que, en pocas palabras, es una maquinaria estatal. En este sentido, es poco importante si el Gobierno cambia de administración o si las entidades regionales cambian sus administradores.
Mucho se ha dicho de quienes nos oponemos con vehemencia a cualquier acuerdo o negociación, catalogándonos de insensibles, hipócritas y sectarios. De ciegos fanáticos porque, dicen algunos, nosotros no hemos sufrido en carne propia las penurias que sufre el pueblo llano. Cualquier entendimiento entre los actores políticos en Venezuela llegaría, según la falacia a la que apelan para las negociaciones, como una opción para reconstruir a la nación y daría la oportunidad de mejorar las condiciones de vida, de que la industria pueda seguir su curso y de que, gracias a la divinización de cualquier acuerdo, el país pueda funcionar normalmente. Esto ignorando que el país, en todo caso, ya funcionaba de esa manera. Vivimos cuarenta años de consenso entre partidos políticos, entre oligarquías partitocráticas. Posteriormente, el lado más degenerado de la partitocracia: el chavismo y sus tentáculos, a lo largo de decenas de partidos políticos. Una oposición que le fue servil incluso en el único momento determinante que pudo extirparse el problema chavista. Una oposición a la que seguimos, neciamente, llamando oposición según la gran mentira que se nos ha inoculado: que el gran Leviatán chavista tenga, por expresarlo de otra manera, enemigos políticos. Al competidor, en tal caso, no se le podría llamar oposición.
Así, al decir al pueblo que por medio del acuerdo y el entendimiento entre los «polos» políticos, se logra la consumación de la democracia —lo que Guaidó ha dicho que busca rescatar— y que el país, por tanto, vuelve a la normalidad económica, se le estaría reduciendo a un animal laborans. Dirán, pues, que votar es participar pero, claro, ignorando que votar es reproducir una mentira histórica. Esta teatralidad podría ser, sin más, la antipolítica y no la política.
Engañarnos siguiendo a grupos determinados, endulzando la miseria con sus ofrecimientos y promesas, sólo puede desembocar en que se perpetue la miseria y que en consecuencia, la más grande aspiración del venezolano sea, sin participación en la esfera pública, ser una sociedad laborante. Si el futuro de Venezuela pende, hipotéticamente, sobre el hilo de la negociación, y el acuerdo entre traidores, y ese futuro viene a ser poder laborar como uno, o laborar tranquilamente, habremos cedido a la posibilidad de convertirnos en un rebaño que únicamente considerará, sin importar quien detente el poder, suplir sus propias necesidades y consumir. Habrá sido como en la anárquica democracia de los adecos y copeyanos: no importa lo que sucede en la cúpula, ni cuánto participamos en la política, lo importante es el superávit petrolero.
Este forzado destierro de la esfera pública, amén de la promoción de la labor y el consumo, ya ha podido verse en formas políticas que incluso funcionan «demasiado bien» como ha señalado Arendt refiriéndose a Pisístrato o a Periandros, tirano de Corinto. De aquí a que el tirano, a pesar de la popularidad de las medidas que toma, tenga como principio el excluir al ciudadano de los asuntos públicos e instarle a que se dedique a los asuntos privados y poder separar al ciudadano de cualquier pretensión de poder o de participación en los asuntos políticos. (Arendt, La condición humana, p. 242).
Otro de los ejemplos antiguos son aquellas sociedades políticas en las que el ciudadano de la polis o las res publica no determinaba, en absoluto, el contenido de lo que implicaban los asuntos públicos o la esfera pública. La vida pública, lejos de constar en la participación en los asuntos políticos, estaba relegada a trabajar. Estas sociedades «no políticas» —no porque no sean sociedades políticas, sino por su inacción política— tenían como rasgo particular el que su plaza pública, la ágora, no servía para definir o discutir los asuntos políticos, o hacer vida política, sino que estaba dirigida a exhibir mercancías. Aquí, las ágoras se convertían en los bazares típicos de los despotismos orientales que abundaban más allá de Anatolia. (Arendt, ibíd, pp. 177-178). Mediante la constante necesidad de elevar la calidad de vida, siempre se desalentó al ciudadano de participar y hacer vida pública. Esta remisión a la antigüedad clásica sólo puede recordarnos la predisposición de Aristóteles por una constitución mixta con elementos democráticos y aristocráticos donde, claro, primara un segmento social del polites que hoy, quizás, podríamos equiparar a la clase media.
Ahora bien, no puede interpretarse este intento de refutar a los liquidadores del Gobierno y la autodenominada oposición como una forma de evitar, irresponsablemente, que el venezolano aspire a mejor vida. Al contrario, la forma de aspirar a mejor vida es, precisamente, con condiciones políticas reales que le lleven a participar en los asuntos públicos, no excluirse de ellos. La continuidad del actual Estado venezolano, del actual poder de hecho chavista y de sus cómplices, sólo puede llevar a que el venezolano se vea excluido bajo la excusa, o el elemento ideológico, de que decide porque tiene acceso al sufragio bajo la retórica formalista de siempre. Tampoco es posible hacer promesas de cuánto mejorará la calidad de vida del venezolano, porque no está en nosotros hacer tal ofrecimiento ni sería políticamente realista partir de esto pero si algo es cierto, es que hay retórica en que logrando la negociación, y normalizando la situación política del país, habrá una reconstrucción nacional. ¿A qué costo? ¿Esta reconstrucción nacional puede entenderse de qué manera y a qué iría dirigida? No podríamos saberlo por la incertidumbre que genera pero sí podríamos saber, y anteponernos a los hechos, que nadie que genere un desastre con sus propias manos, va a reconstruirlo porque así lo dicte algún deber moral, o por buena voluntad, sino por simple supervivencia.
Esperar que el verdugo remende errores sólo puede traer desgracias y que el venezolano, en su transición a animal laborans, sea miserable aún con su hipotética vida económica renovada. Al venezolano, bajo esta fraudulenta promesa, solo le podría esperar que pierda su identidad, la posibilidad de hacer vida política y que se despersonalice en el proceso, convirtiéndose en máquina laborante. El lector bien podría considerar esta idea como un viraje pesimista pero, a su vez, debería de considerar que sociedades laborantes, con rebaños, ya existen y otras están en el constante proceso de convertirse en tal, sin hacer juicios de qué tan justos o legítimos pueden ser sus sistemas políticos. En lo que respecta a Venezuela, vemos una «sinización» del sistema político, y no por alguna infiltración marxista o por influjo ideológico, sino por la clara despersonalización del pueblo y la pérdida de cualquier individualidad.
Algunos, cayendo en esta trampa retórica, estarían dispuestos al abandono de la responsabilidad personal y de la libertad de elección, sacrificándolas por los derechos cívicos que, supuestamente, dan posibilidad al hombre de participar en la política pero ya sabemos, y tenemos décadas siendo testigos de esto, que jamás hemos participado realmente sino que hemos contribuido a una suerte de consenso entre los partidos políticos, quedando al final toda decisión en ellos. Responsabilidad sería, pues, «el vínculo que deriva de lo que libremente prometemos como cierto, frente a lo que nos requiere para tal promesa». (d'Ors, Ensayos de teoría política, p. 219). Un régimen que priva al hombre de sus obligaciones morales, de sus deberes y de su libertad, porque en la libertad está la responsabilidad, indudablemente coartará su potencia política. En el sentido de que la política tiene que concebirse, por igual, como una responsabilidad social, una responsabilidad con el orden social. La unidad de un cuerpo jamás podría concebirse sin sus partes, pasando por encima de cada una y privándolas de sus particularidades, de sus aportes y de su naturaleza.
El más totalitario de los regímenes, aún transgrediendo la subsidiariedad, lograría una unidad artificial, basada en el miedo o la zozobra, pero nunca una unidad real, orgánica. Perfectamente lo ha dicho Balmes en el pasado: «Todos los seres, así que se apartan de la unidad a la que están sometidos, pierden en cierto modo su naturaleza; porque esta no consiste precisamente en la esencia que los constituye, sino que abarca todas las facultades, cuyo ejercicio forma el complemento del mismo ser, y le hace alcanzar el objeto al que está destinado». (Balmes, Consideraciones filosófico-políticas).
Pocas cosas nos quedan y perdernos, ceder ante las dádivas y las promesas del enemigo, sólamente pueden romper nuestra unidad natural, sumiéndonos a la artificialidad: al poder del Estado, a la administración de los que van y vienen. Cediendo ante sus atropellos y bajando la cabeza ante el secuestro de lo que es de todos, nuestra patria: nuestro bien común, nuestra tierra, nuestra familia. Nuestra perdición sería que viniera el diablo a ofrecernos la solución al mismo mal que él generó, escupiendo promesas por aquí y por allá. Diciéndonos que es capaz de curar ese mal, de cambiar nuestra vida y de recompensarnos si nosotros aceptamos gritar non serviam. Si el verdugo se ha propuesto decapitar nuestra unidad, ¿cómo podemos ver en él salvación alguna? ¿A qué costo aceptaríamos? Y perdida nuestra unidad, que se fundamenta en la razón por la que vinimos y en nuestra misión, ¿qué quedaría de nosotros? Flaquezas, enfermedad, muerte y miseria.
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